El Guardian Del Fuego y La Doncella De La Nieve.

Nacimiento y crecimiento .

Ella nació en el reino del hielo, en medio de un amanecer donde la escarcha cubría cada hoja y cristalizaba cada río. Desde sus primeros pasos, su presencia traía calma y silencio; incluso los animales más pequeños se detenían a mirarla, cautivados por su mirada clara y fría como un lago congelado. Creció entre montañas de nieve y vientos helados, aprendiendo a moverse con gracia y precisión, como si cada gesto suyo fuera una extensión de la naturaleza misma.

Él, en cambio, nació en un reino de fuego, donde los bosques ardían suavemente bajo el sol dorado y la tierra parecía vibrar con cada latido de la vida. Desde niño, su calor hacía brotar flores donde pisaba, despertaba el canto de los pájaros y hacía que el mundo a su alrededor latiera con intensidad. Su risa era como un rayo de sol que podía derretir cualquier sombra, y su espíritu valiente lo impulsaba a explorar más allá de los límites de su hogar.

Ambos crecieron ignorando la existencia del otro, pero su destino comenzaba a trazar hilos invisibles entre ellos. Mientras ella aprendía a dominar su hielo y su silencio, él aprendía a expandir su fuego y su calidez. Y aunque sus reinos jamás se cruzaban, y la frontera que los separaba era mortal, el universo parecía susurrar que sus caminos algún día se encontrarían.

Cada invierno, ella sentía un calor distante que no podía explicarse; cada verano, él percibía un frío que lo hacía detenerse y contemplar la distancia. Aun sin conocerse, la vida de cada uno estaba entrelazada de manera sutil, preparando el terreno para un encuentro que cambiaría todo.

Desde pequeño, él aprendió que su fuego no debía desbordarse. Sus antepasados le enseñaron cantos antiguos, mantras llenos de poder y sabiduría, que repetía cada día para mantener su calor solo en su interior. Cada nota era como un hilo que ataba su llama, evitando que se desbordara y arrasara todo a su paso. Al cantar, su fuego se volvía controlado, intenso pero contenido, capaz de dar vida sin destruir. Su voz era su disciplina, y la tradición de su familia, su guía.

Ella, en cambio, disfrutaba de la nieve y de la vastedad de las montañas que la rodeaban. Cada amanecer traía un manto de nieve fresca, y cada día se movía entre nubes esponjosas de escarcha que flotaban sobre los picos. No necesitaba mantras ni cantos: la naturaleza y el frío eran su compañía, su juego, su refugio. Caminaba por los glaciares, jugaba con la escarcha que flotaba a su alrededor, y aprendía a vivir plenamente con su hielo, sintiendo cómo cada respiración se mezclaba con la quietud del mundo que la rodeaba.

Ambos eran maestros de su propio ser, aunque de formas distintas: él con disciplina y fuerza contenida, ella con libertad y armonía. Y aunque jamás habían cruzado la frontera de sus reinos, la tierra parecía vibrar al ritmo de sus naturalezas, preparando lentamente el terreno para el día en que sus caminos se cruzarían.




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