El Guardian Del Fuego y La Doncella De La Nieve.

Los ritmos del fuego y la nieve.

En el reino del fuego, los días eran un canto eterno al sol. Las llamas no solo alumbraban, también daban vida: de la tierra ardida brotaban campos fértiles, las forjas rugían como bestias hambrientas y el aire llevaba siempre el perfume metálico del hierro encendido. Allí, August Francis Alaric caminaba como si el fuego mismo respondiera a su paso, su presencia bastaba para avivar las brasas y animar a su pueblo.

Pero cuando la noche llegaba, la intensidad del fuego cedía. Las llamas ya no rugían, sino que titilaban como luciérnagas cansadas. El calor feroz se volvía apenas un manto tibio, y también August parecía cambiar. Su carácter ardiente se suavizaba, como un volcán dormido que guarda su furia en silencio. Era en esas horas que sus pensamientos lo envolvían, y el hijo del fuego se sentía más hombre que llama, más vulnerable que indomable.

Mientras tanto, en el reino de la nieve, la noche era el verdadero despertar. Cuando el sol se hundía tras las montañas y la luna extendía su resplandor plateado, los copos parecían cobrar vida y la escarcha se volvía un río de cristales. En esa penumbra helada, Artemia Barrett se deslizaba entre montañas y valles con la naturalidad de quien había nacido de la nieve. Su poder, suave durante el día, se intensificaba en la oscuridad: podía sentir el frío recorrerle las venas como un canto secreto, un pulso que la unía a cada copo que caía del cielo.

Así, mientras el fuego reposaba, la nieve se exaltaba. Dos ritmos opuestos, dos naturalezas enemigas, danzando sin saberlo bajo el mismo cielo. Y aunque los pueblos lo habían aprendido como una verdad ancestral —el fuego era hijo del día, la nieve, hija de la noche—, nadie podía evitar preguntarse qué ocurriría si ambos caminos llegaban a cruzarse.




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