El Guardian Del Fuego y La Doncella De La Nieve.

El Nombre Prohibido.

Por un instante, ninguno de los dos se movió.
El tiempo pareció suspenderse entre la nieve y el fuego.
Artemia sostenía aún el libro contra su pecho; August, con la mano extendida, no encontraba palabras que pudieran explicar lo que sentía.
No fue un hechizo, ni una revelación. Solo un silencio compartido, el tipo de silencio que se queda grabado mucho después de que las miradas se apartan.

Cuando el viento sopló con más fuerza, August fue el primero en retroceder.
Bajó la vista, se ajustó el abrigo y regresó lentamente hacia su tierra, con el corazón latiéndole más de lo que admitía.

El guardia del vallado, un hombre de barba blanca y mirada cansada, lo observó acercarse.
—¿Y bien, mi señor? —preguntó, con una sonrisa apenas perceptible—. ¿Qué lo retuvo tanto en la frontera?

August dudó antes de responder.
—Una mujer. Del reino de la nieve. Dijo llamarse Artemia Barret.

El semblante del guardia cambió de inmediato.
—¿Barret, ha dicho? —repitió en voz baja, como si el nombre mismo pesara.
Luego añadió, con gravedad—: Debe tener cuidado, mi señor. Ningún Alaric ha salido indemne de un encuentro con una Barret.

August frunció el ceño, sin comprender.
—¿Qué quiere decir con eso?

El anciano bajó la voz.
—Las mujeres Barret traen consigo una sombra. En cada generación, una de ellas lleva a un Alaric al desierto de la locura. No sé si es destino o maldición… pero el nombre se repite, una y otra vez.

August se quedó quieto, intentando reírse de aquella advertencia, pero algo dentro de él no se lo permitió.
—No creo en esas historias —dijo al fin, aunque su voz tembló apenas.

El guardia no respondió. Solo inclinó la cabeza, como quien ya ha visto repetirse demasiadas tragedias.

Del otro lado del vallado, Artemia caminaba hacia su hogar con pasos lentos.
Sus manos seguían tibias por el breve contacto, y aunque el frío le mordía las mejillas, sentía el corazón encendido.
No entendía por qué aquel extraño le había causado tanta curiosidad.
Intentó convencerse de que no volvería a verlo. Pero al cerrar los ojos esa noche, la voz del joven volvió a resonar en su mente:
"Supongo que disfrutas de la nieve."

Y por primera vez en mucho tiempo, sonrió antes de dormir.

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