El Guardian Del Fuego y La Doncella De La Nieve.

Ecos Del Nombre

El aire del anochecer aún conservaba el calor del reino del fuego, pero August sentía frío.
Desde su regreso, no había podido apartar de su mente el recuerdo de aquella mujer del otro lado del vallado. Artemia. Su nombre le sonaba a música antigua, a algo que había escuchado en un sueño.

Durante la cena, apenas probó bocado. Su mente volvía una y otra vez a la escena: la nieve, el contraste de su cabello oscuro, la forma en que sus dedos rozaron los suyos, tan brevemente que parecía un hechizo.
Cuando todos se retiraron, fue hasta el torreón del este, donde guardaban los registros de la familia Alaric.
Encendió una lámpara de aceite y comenzó a revisar pergaminos, viejas crónicas y cartas selladas con cera.

Los nombres se repetían una y otra vez: Barret.
Historias de amores imposibles, alianzas rotas y maldiciones pronunciadas en noches de eclipse.
En uno de los documentos, leyó una frase que le heló la sangre:

“Cada vez que un Alaric mira a una Barret con amor, el fuego pierde su rumbo y el invierno reclama lo que es suyo.”

August soltó el papel con incredulidad.
—Supersticiones… —murmuró para convencerse. Pero algo dentro de él sabía que no todo era mentira.

August guardó silencio. Sabía que debía alejarse, pero algo en su interior ardía con una fuerza desconocida.
Y aunque prometió a sí mismo no buscarla, sus pasos lo llevaban siempre hacia el mismo lugar.

Mientras tanto, en el reino de la nieve, Artemia no podía concentrarse en nada.
Había intentado leer, escribir, incluso tocar el piano, pero todo se desvanecía en un mismo pensamiento: los ojos del hombre del fuego.

Esa noche, su abuela notó su distracción durante la cena.
—Tienes la cabeza en otro mundo, niña —dijo con tono severo—. ¿Qué ocurre?

Artemia dudó, pero no supo mentir.
—Vi a alguien en los límites. Un joven del reino del fuego.
La anciana dejó la copa sobre la mesa con un golpe seco.
—¿Dijiste un Alaric?

El silencio llenó la habitación.
Artemia asintió.
Entonces su abuela se levantó, apoyándose en el bastón con fuerza.
—Prométeme que no volverás a cruzar la frontera.
—¿Por qué?
—Porque los Alaric traen ruina. El fuego que los habita no calienta, Artemia, destruye. Y tú… —la miró con ternura y pesar— tú no resistirías otro invierno de ese tipo.

Artemia no respondió. Bajó la mirada, sintiendo el corazón latir con un ritmo nuevo, peligroso y hermoso a la vez.

Esa noche, al mirar por la ventana, el reflejo del fuego lejano iluminó la nieve.
Y por primera vez, deseó que el calor y el frío pudieran encontrarse sin destruirse.




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