El Guardian Del Fuego y La Doncella De La Nieve.

Susurros Entre El Vallado.

Desde aquella segunda mirada, los días comenzaron a girar alrededor del mismo instante: cuando el sol caía y las sombras se alargaban sobre el vallado.
August encontraba siempre un motivo para acercarse —una inspección, una caminata, una excusa cualquiera—, y Artemia, sin saber cómo, empezaba a estar allí al mismo tiempo, con un libro que ya no leía y una sonrisa que no podía esconder.

Al principio apenas se saludaban, tímidos, con palabras sueltas que se perdían entre el viento.
Pero con el paso de los días, la distancia se volvió insoportable.
August terminó saltando el vallado con una facilidad que asustó a Artemia la primera vez.
—¿Estás loco? —susurró ella entre risas nerviosas—. Si alguien te ve aquí…
—No me importa —dijo él, con esa mezcla de firmeza y ternura que la dejaba sin aire—. Solo vine a escuchar tu voz sin que el hierro nos separe.

Y así, comenzaron a encontrarse en secreto.
Se sentaban junto a los árboles que marcaban el límite, compartían manzanas y palabras, hablaban de todo y de nada, de sus sueños, de lo que no podían decir a nadie.
Había algo puro en ellos, un cariño que crecía sin permiso, como el fuego en un bosque de nieve.

Hasta que una tarde, el aire cambió.
El cuidador del vallado —el viejo Ermen, un hombre de mirada severa y paso lento— apareció sin aviso.
Artemia alcanzó a ver su sombra entre los troncos y su corazón dio un vuelco.
August también lo notó.
—Debo irme —susurró—. Si me descubre, será un desastre.

Ella lo miró, con miedo y tristeza entrelazados.
—Prometeme que volverás.

—¿Crees que podría no hacerlo? —dijo él, sonriendo apenas, antes de desaparecer entre los árboles.

Artemia se quedó allí, con el sonido del viento entre los dedos, intentando calmar su respiración.
El cuidador pasó a unos metros de ella, mirándola con sospecha, pero siguió su camino sin decir palabra.

Aquella noche, Artemia no pudo dormir.
Cerraba los ojos y lo veía saltando el vallado, riendo, hablándole bajo la nieve.
Pero junto a esa imagen, ahora aparecía otra: el rostro severo del cuidador, y la certeza de que el peligro estaba más cerca de lo que creían.




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