El sol se ocultaba tras las montañas para teñir el cielo de un rojo intenso, casi como un presagio de lo que estaba por venir. El viento gélido azotaba el rostro de Gael mientras él y Selene se adentraban en el corazón del santuario antiguo. Las piedras ancestrales que los rodeaban emitían una leve vibración, resonando con una magia primitiva que el guerrero apenas podía comprender, pero sabía que era lo único que podría darles una oportunidad.
El santuario había sido mencionado solo en las leyendas de Aldar, un lugar donde la magia del reino era más fuerte, capaz de contener incluso las maldiciones más poderosas. Sin embargo, encontrarlo había sido un desafío, una carrera contra el tiempo mientras las fuerzas oscuras de Morthak los acorralaban. Ahora que habían llegado, Gael solo esperaba que la historia no fuera un mito.
Selene caminaba a su lado con el semblante tenso. Sabía lo que se avecinaba. Sentía el peso de su maldición intensificarse con cada paso. A medida que se acercaban al altar central del santuario, el poder latente en su interior luchaba por liberarse. El miedo la consumía, no solo por lo que el hechicero les haría si los alcanzaba, sino por lo que ella misma podría desatar si perdía el control.
—Este lugar… es poderoso —murmuró la chica casi como si hablara consigo misma.
Gael la miró de reojo. Había algo en su tono que lo inquietaba. Era como si la hechicera ya estuviera comenzando a sucumbir a la oscuridad, tentada por el inmenso poder que la rodeaba.
—No dejes que te consuma —dijo el guerrero con firmeza—. Estamos aquí para contener la maldición, no para alimentarla.
La muchacha cerró los ojos, luchando por mantener el control. Sabía que él tenía razón, pero el tirón de la magia antigua era casi irresistible.
De repente, el aire alrededor de ellos cambió. Una oleada de energía oscura se extendió por el santuario y el Guardián supo de inmediato que Morthak estaba cerca. Desenvainó su espada al sentir la magia vibrar a través de su filo. Esta vez, no habría escapatoria. El enfrentamiento final estaba a punto de empezar.
—Están aquí —anunció él con voz grave.
Selene levantó la vista y vio cómo las sombras se arremolinaban a lo lejos. Las criaturas de Morthak, engendros oscuros nacidos de la magia prohibida, avanzaban hacia ellos con sus formas retorcidas y deformes que se movían a una velocidad aterradora. Y detrás de ellas, como una figura imponente que parecía absorber la luz misma, estaba el hechicero oscuro.
Morthak caminaba con una confianza inquebrantable con sus ojos fijos en Selene. Una sonrisa cruel se formó en sus labios cuando los vio en el santuario.
—Por fin, el destino nos reúne en este lugar sagrado —dijo con su voz resonando con un eco siniestro—. El poder que hay aquí será mío, y tú, Selene, cumplirás tu propósito.
Gael se interpuso entre ellos con su espada levantada y sus músculos tensos. No permitiría que el hechicero se acercara a ella.
—No vas a tocarla —gruñó—. Si quieres llegar a ella, tendrás que pasar sobre mi cadáver.
Morthak soltó una carcajada seca y contestó:
—Oh, Gael. Eres valiente, pero ingenuo. Ya no se trata de ti. Se trata de lo que Selene hará… porque al final, será ella quien decida —sus ojos se posaron sobre la hechicera, brillando con malevolencia—. ¿No es cierto, Selene? Solo tú puedes liberarte, solo tú puedes poner fin a esto. Si cedes a tu poder, serás libre. Libre de todo, incluso de esta maldición. Libre de Gael… y libre de tu destino.
Las palabras de Morthak se deslizaron como veneno en el aire y la chica sintió cómo su voluntad comenzaba a tambalearse. Era cierto. Podía acabar con todo de una vez. Podía liberarse de la prisión de su propio poder, de la maldición que la había mantenido cautiva toda su vida. Pero el precio… el precio sería demasiado alto. Sabía que, si cedía, no solo destruiría al hechicero, sino también al guerrero y al mundo que intentaba proteger.
El Guardián, sin apartar la mirada del hechicero oscuro, sintió la duda que se cernía sobre ella.
—No escuches sus mentiras, Selene. No te está ofreciendo libertad. Solo quiere controlarte.
Pero Morthak era astuto y sabía exactamente cómo jugar con los temores más profundos de Selene.
—Gael no entiende tu sufrimiento, querida —continuó el hechicero con voz suave y peligrosa—. No comprende el peso que cargas. Él no sabe lo que es vivir con una maldición que te devora desde dentro. Yo sí. Yo puedo liberarte. Todo lo que tienes que hacer es dejar que tu poder fluya. Yo puedo controlarlo por ti.
El corazón de Selene latía con fuerza en su pecho. La tentación era casi insoportable. Podía sentir el poder que se arremolinaba dentro de ella, luchando por liberarse. Si solo cedía, podría acabar con Morthak. Podría acabar con todo. Pero a qué costo.
Gael vio la lucha interna de ella reflejada en sus ojos grises. No podía perderla ahora. No cuando sabía que el amor que sentía por ella era lo único que podía salvarlos.
—Selene —dijo el guerrero con suavidad mientras bajaba la espada—. No estás sola. No tienes que cargar con esto sola. Estoy aquí contigo. Pase lo que pase, lo enfrentaremos juntos.
Las palabras de él resonaron en el corazón femenino. No era la magia del hechicero lo que la tentaba, sino el miedo a estar sola, a no tener control sobre su propio destino. Pero Gael… Gael le ofrecía algo más. No poder, sino apoyo. Amor.