Blake
La lluvia cae con furia sobre el techo de aluminio del almacén, un tamborileo constante que enmascara nuestro avance. A mi lado, Bastian se mueve con la pesadez silenciosa de un depredador. Las cicatrices surcan su rostro y sus brazos como evidencia de todo el dolor que tuvo que soportar en su niñez. Es una gran ayuda que me pueda acompañar en esta misión. Imagino que su prometida, Emma, debe estar muerta de los nervios en su casa al saber que Bastian está en el campo de guerra. Más allá, las sombras se arrastran hacia posiciones estratégicas, hombres entrenados, letales, que responden a mis órdenes con precisión milimétrica.
En mi oído, la voz de Alan resuena, clara y calmada.
—Las luces térmicas confirman cuatro hombres en el perímetro interior. Dos en la entrada principal, uno en el pasillo noroeste, otro moviéndose cerca del área de contención.
Aprieto mi rifle de asalto contra el pecho, sintiendo el frío del metal a través del traje táctico.
—Confirmado. Bastian, flanqueamos por el este. Equipo Beta, distracción en tres, dos, uno...
Una explosión sorda retumba en el lado opuesto del edificio. Gritos de alerta. Movimiento. Los dos hombres en la entrada corren hacia el ruido, justo como Alan predijo. Bastian y yo avanzamos como fantasmas, cruzando el umbral hacia la penumbra del almacén que acompaña esta noche. El aire huele a moho, a aceite rancio, a miedo.
—El objetivo está en el segundo nivel, al final del pasillo central.
Mi corazón late con fuerza contra mis costillas. Dos años. Setecientos treinta días de búsqueda, de pesadillas, de desesperación. Todo se reduce a esto.
Un guardia emerge de las sombras, tiene el arma levantada. No hay tiempo para pensar. Mi cuerpo reacciona por instinto. Un movimiento rápido, un golpe seco al cuello con el canto de la mano. El hombre se desploma sin un sonido. Bastian lo asegura con esposas de metal.
Ascendemos por una escalera metálica oxidada. Cada crujido del metal bajo nuestros pies resuena como un trueno en el silencio.
—Un hombre en el pasillo noroeste se dirige a su posición. Estén atentos —dice Alan, lo escucho a través del auricular que tengo en mi oído. Gracias a que está hackeando todas las cámaras y sistemas de seguridad de esta bodega, puede informarnos lo que pasa.
Nos aplastamos contra la pared. Los pasos se acercan, pesados, confiados. Un hombre con un subfusil aparece. Bastian actúa primero, lanzándose sobre él con una fuerza brutal. El forcejeo es breve, mudo, terminado con un sonido sordo de hueso que cede. Dejamos a los dos hombres inconscientes, amordazados.
La puerta al final del pasillo es pesada, de metal reforzado. Cerrada con llave.
—Alan, abre la... —susurro.
—Ya está —me interrumpe, un clic electrónico suena en el mecanismo. La puerta se abre centímetros con un sonido metálico.
Un hedor nauseabundo golpea mis sentidos. Orina, sudor, enfermedad. La habitación es pequeña, casi vacía, iluminada por una sola bombilla desnuda que cuelga del techo. Y allí, en un rincón, encadenada a una tubería, está una mujer.
Mi mundo se detiene.
Está encogida sobre sí misma, con los brazos alrededor de las rodillas. Su cabello, antes una cascada de fuego sedoso, ahora es una maraña sucia y opaca. Los huesos de sus hombros y clavículas se marcan bajo la piel pálida, casi translúcida, de su camiseta raída. Tiembla. Tiembla de frío, de miedo, de agotamiento.
Su rostro está enterrado entre sus rodillas, así que no me ve. No aún.
Bastian cubre la entrada, su presencia masiva bloquea cualquier amenaza. Mi respiración se acelera. Cada parte de mi ser grita para correr hacia esa mujer, para tomarla en mis brazos, para jurarle que nunca más le pasará nada.
Alan habla, sacándome de mis pensamientos y dice:
—Blake, confírmame. ¿La tienes? Abraham no está en las lecturas. Repito, Abraham no está. Debe haber huido hace minutos.
La noticia debería importarme. Debería enfurecerme. Sin embargo, ese instante, solo es ruido de fondo.
Doy un paso hacia adelante. El suelo de concreto cruje bajo mi bota.
La mujer alza la cabeza.
Sus ojos. Dios, sus ojos. Grandes, verdes, inundados de un terror tan profundo que me parte el alma. Me mira como si fuera otro monstruo salido de las sombras. Se encoge aún más, una queja ahogada escapa de sus labios agrietados.
La profesionalidad es una armadura que me envuelve a la fuerza. Bajo el tono, suavizo la voz hasta convertirla en algo que espero sea tranquilizador al decir:
—Ya estás a salvo —las palabras salen de mi boca, y el esfuerzo por mantenerlas estables hace que me duela la garganta—. Vine a sacarte de aquí.
No responde. Solo me mira, con los ojos desorbitados, la respiración entrecortada. La desconfianza es un muro tangible entre nosotros.
Me acerco lentamente, mostrando las manos vacías. Me arrodillo a su altura, manteniendo la distancia. Las cadenas alrededor de su tobillo están oxidadas, gruesas. Saco una herramienta del cinturón.
—Voy a liberarte. Todo va a estar bien —la voz me suena ajena, mecánica.
Editado: 28.10.2025