Dicen que si pronuncias su nombre frente al lago, el agua no te devuelve el reflejo… sino el rostro que tendrás cuando la maldición te consuma.
Joel no creía en cuentos. Mucho menos en advertencias que venían envueltas en silencio y superstición. A sus dieciocho años, lo único que le interesaba era escapar del escándalo que había dejado en la ciudad y encontrar algo —o alguien— que le devolviera el control. Por eso aceptó la invitación de su tía Leena, aunque el pueblo donde vivía parecía sacado de una postal olvidada por el tiempo.
—Genial —murmuró al ver el paisaje—. ¿No había otro lugar?
—No seas malagradecido —lo regaño su madre—. Este lugar es lindo y estoy segura que te divertirás aparte de aprender una gran lección.
Joel fijo su vista de nuevo en la casa, la cual estaba rodeada de abedules, con techos cubiertos de musgo y ventanas que crujían incluso sin viento. Pero lo que más llamaba la atención de Joel era el sendero que se perdía entre los árboles, justo detrás del jardín. Nadie hablaba de él. Nadie lo miraba. Y sin embargo, cada noche, las flores negras que crecían allí parecían inclinarse hacia la casa… como si esperaran algo.
—No te acerques al pantano —le dijo Leena la primera noche, mientras servía sopa de salmón y evitaba su mirada—. No es un lugar para curiosos, sobrino.
Joel sonrió. Esa frase, lejos de asustarlo, lo retó. Así que en vez de darse por vencido, siguió insistiendo, tenía que sacarle más del tema a su tía.
—Tía, en serio ¿no me dirás nada de ese camino detrás del jardín? ¿A dónde lleva?
Leena no levantó la vista del plato. Revolvía la sopa con lentitud, como si el salmón pudiera darle respuestas.
—Al pantano. No es un lugar para curiosos, y no quiero repetirlo Joel —dijo la mujer con voz seria.
Joel sonrió, provocador.
—¿Y qué pasa si uno va ahí?
Leena lo miró por fin. Sus ojos, grises como el cielo de octubre, no tenían humor.
—Acaban bajo tierra. Y no siempre con ataúd.
Silencio.
Joel tragó la sopa sin decir más. Pero la advertencia no lo asustó sino que lo intrigó más de lo que ya estaba.
Y Así pasaron los días. El clima se volvió más frío, y la niebla empezó a instalarse cada tarde como un huésped más. Una mañana, mientras Leena cortaba leña, una chica del pueblo llegó a vender leche fresca. Tenía el cabello trenzado, las mejillas rojas por el frío y una sonrisa tímida que Joel interpretó como una invitación.
—¿Siempre traes leche o también secretos? —le dijo, con ese tono que usaba cuando quería que alguien hablara más de lo debido.
Ella rió, nerviosa. Pero no se fue.
Joel la invitó a entrar. Le ofreció té. Le hizo preguntas que parecían inocentes. Y cuando ella se relajó, él deslizó la curiosidad que lo quemaba desde la primera noche.
—¿Has oído hablar del pantano? Ese lugar que parece misterioso… donde crecen esas flores negras.
La chica bajó la voz. Miró hacia la ventana, como si temiera que alguien —o algo— la escuchara.
—Dicen que allí vive un hada. No como las de los cuentos. Esta concede deseos… pero siempre cobra algo. Algo que no puedes devolver.
Joel se inclinó, fascinado.
—¿Y cómo se invoca?
Ella dudó. Luego susurró:
—Solo tienes que decir su nombre frente al agua. Pero nadie lo recuerda. O nadie quiere recordarlo.
Joel sonrió. Ya tenía suficiente.
Esa misma madrugada, salió con linterna en mano y pasos silenciosos. El bosque lo recibió con un frío que no era del clima, sino de algo más antiguo. El lago apareció de pronto, como si lo hubiera estado esperando: quieto, oscuro, rodeado de flores negras que no deberían existir en otoño.
Se acercó al borde. El agua no se movía. Ni siquiera reflejaba las estrellas.
—¿Dónde estás, hada maldita? —susurró, con tono burlón.
El silencio respondió. Pero algo cambió.
Su reflejo apareció… y no era el suyo.