El hada maldita

Sueño o realidad.

Joel despertó al día siguiente con el corazón golpeando como si quisiera escapar de su pecho. Recordó que había soñado con agua, mucha agua pero no una cristalina, sino oscura. Con un lago que se abría como una boca y con flores negras que se cerraban sobre su cuerpo. Y con ella. Siempre ella.

—¿De verdad fue un sueño o es real? —se preguntó, ya que recordó también que habia vuelto al pantano.

Solo que no podía deducir que era verdad, pues aún siente esa mirada de aquella mujer desde el fondo, con los ojos grises encendidos por un verde venenoso, que sonreía. Pero no era una sonrisa humana. Era una grieta en el rostro. Una promesa de algo que no se podía deshacer.

Se levantó sudando, aunque la habitación estaba helada. La ventana estaba empañada por dentro. Afuera, el bosque parecía más oscuro que la noche.

—Solo fue un sueño —murmuró, pero su voz no sonaba como antes—. Esto no es real.

Se miró al espejo. Todo parecía normal. Pero al girar la cabeza, sintió un ardor detrás de la oreja. Como si algo lo hubiera quemado… o marcado.

Se miró en el espejo, pero no había nada visible. Pero el ardor seguía. Y cuando cerraba los ojos, podía sentirlo: una forma, un símbolo, como si estuviera grabado bajo la piel. No con tinta. Con algo más antiguo.

—Pero que... mier... ¿tendre en la oreja?

Ese día, Joel no habló mucho. La tía Leena lo observaba desde la cocina, con esa mirada que parecía saber más de lo que decía.

—¿Dormiste bien? —preguntó, sin girarse.

Joel dudó.

—Sí. Solo fue un sueño raro —respondió mientras movía su cabeza en círculo.

Leena dejó caer la cuchara en el fregadero. El sonido fue más fuerte de lo normal.

—Aquí, los sueños no son solo sueños.

Joel quiso preguntar. Pero no lo hizo, la mirada de su tía lo detuvo. Esa noche, decidió no ir al bosque sin embargo, este regresó en sus sueños. Más intenso y lo sintió más real.

Estaba en el pantano. El agua lo rodeaba. Las flores negras se abrían como bocas. Y ella caminaba hacia él, con los pies descalzos, dejando huellas que ardían en la tierra.

—Ya eres mío —susurró, y su voz se convirtió en viento.

Joel gritó. Pero nadie lo oyó.

Se despertó con las uñas clavadas en las palmas. Sentía como si tuviera una marca y la cual ardía. Pero no podía ver nada, sin embargo algo le decía que si tenía una.

Esa mañana, la chica del pueblo volvió con leche. Lo miró, pero retrocedió con rapidez.

—¿Estás bien? —preguntó, con voz temblorosa.

Joel sonrió. Pero su sonrisa no era la misma.

—Nunca estuve mejor.

Ella dejó la leche y se fue sin mirar atrás, es como si estuviera huyendo de algo. Joel no entendió porque no esperó, quería hablar con ella y quizás invitarla a salir.

Pero ahí se quedó Joel en la puerta, observando como corría la chica, luego su mirada fue hacia el bosque. Las flores negras se movían. No por el viento. Por algo más.

Y entonces lo sintió.

Una presencia detrás de él, pero no era humana, no era viva. Pero, sin embargo, la sintió como suya.

—Mi tía me volverá loco —agitó su cabeza para quitar ese pensamiento.

Pero es que desde aquella noche en el pantano, Joel ya no dormía. O al menos, no como antes.

Porque cuando cerraba los ojos, el mundo se volvía líquido. Soñaba con cuerpos flotando en aguas negras, con susurros que se deslizaban por su piel como lenguas invisibles. Y en medio de todo, ella.

Una hermosa mujer de piel blanca y cabello negro.

A veces aparecía desnuda, con su piel blanca brillando como hueso bajo la luna. Otras, envuelta en un vestido de sombras que se deshacía con el viento. Su voz era un eco húmedo, y sus manos, cuando lo tocaban, dejaban marcas que ardían incluso al despertar.

—¿No querías jugar, Joel?
—Pídeme lo que quieras… pero recuerda: todo deseo tiene un precio.

Él despertaba jadeando, con el cuerpo tenso, el corazón acelerado y un sabor metálico en la boca. A veces, encontraba su cama empapada en sudor. Otras, con rastros de tierra en los pies. Como si hubiera caminado dormido. Como si hubiera vuelto al pantano sin saberlo.

Y sin embargo… se sentía distinto. Más fuerte. Más seguro. Más deseado.

Y esto último lo sabía porque las chicas del pueblo lo miraban con una mezcla de curiosidad y deseo. Incluso la panadera, que le doblaba la edad, le ofreció pan caliente con una sonrisa que no era del todo inocente. Joel lo notaba. Lo disfrutaba.

Pero entonces empezaron a suceder otras cosas más.



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Editado: 20.10.2025

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