El hada maldita

Encierro.

Leena cerró la puerta con llave. El sonido metálico resonó como un disparo en el silencio de la casa.

Joel la miró, incrédulo, cuando sus llaves le fueron arrebatadas.

—¿Qué estás haciendo tía?

—Protegiéndote. —Su voz era firme, pero sus manos temblaban.

—¿Protegiéndome? ¿De qué? ¿Del aire fresco? ¿Del bosque? —Joel se acercó, furioso—. No vine aquí para terminar mis vacaciones en una prisión.

Leena le sostuvo con la mirada. Ya no había miedo en sus ojos. Solo el agotamiento que la estaba consumiendo por la testurez de ese sobrino.

—No puedes salir. No mientras ella te siga llamando.

Joel rió. Un sonido seco, casi sin humor.

—¿Otra vez con eso? ¿La criatura del pantano? ¿El hada maldita? ¿No te cansas? Tía, entiendo la paranoia de la gente, incluso hasta este piche pueblo se ve que está anticuado, pero, las cosas no pasan de esa manera en la vida real. Creo que debes ir a la ciudad.

Leena se acercó. Lo tomó del brazo. Su voz bajó a un susurro.

—Yo también fui marcada.

Joel se congeló.

—¿Qué?

—Hace muchos años. Cuando tenía tu edad. Pensé que era un mito. Pensé que podía jugar con lo prohibido. Como tú, sin embargo, la maldición es de verdad, ella te seduce, te atrae como un pez.

Joel retrocedió. El ardor detrás de su oreja volvió, como si la marca respondiera a la confesión.

—¿Y sobreviviste? —preguntó, con voz quebrada, luego agito su cabeza al caer en cuenta de la pregunta que había hecho—. Bueno, por supuesto, estas aquí.

Leena asintió. Pero algo en su gesto no cuadraba. No era alivio, sino una culpa.

—Si, puse fin a la maldición. A mi parte. A mi vínculo. Pero no fue fácil. Y no fue limpio, quiero que entiendas que yo solo quiero protegerte, que no sufras más antes de que sea muy tarde y no pueda hacerlo.

Joel la observó. Por primera vez, sintió que no la conocía. Que la mujer que lo había criado parte de su vida, que le había dado sopa de salmón y cuentos de invierno… ocultaba algo más.

—No te creo, nada tía —dijo, con rabia—. Solo quieres asustarme. Controlarme. Como siempre, ¿No se por que vine aquí?

Leena se giró. Caminó hacia la ventana. Afuera, el jardín seguía intacto. Pero ya había una flor negra que crecía en el borde.

—No quiero controlarte, Joel. Quiero que vivas, que por una vez en tu vida, te comportes como lo que eres.

Joel apretó los puños. El aire en la casa se volvió denso. Como si las paredes respiraran. Como si algo se moviera entre los rincones.

Y entonces lo sintió. Una voz. No en sus oídos. En su sangre.

"Ella miente, mi hermoso”

Joel cerró los ojos. El ardor se convirtió en fuego. Su cuerpo tembló. Y en el espejo del pasillo, su reflejo sonrió… antes que él lo hiciera.

Los días pasaron y se hicieron como un infierno para el chico. Joel caminaba en círculos. La casa parecía más pequeña cada día.

Desde que Leena lo encerró, no había habido más accidentes en Kuuraniemi. Nadie desaparecía. Nadie murmuraba frases rotas. Nadie soñaba con ojos grises y flores negras.

Pero Joel sí.

Cada noche, los sueños se volvían más reales. Más intensos. Más peligrosos.

El hada lo visitaba. No como sombra. No como reflejo. Como una hermosa mujer.

Piel blanca, y a veces era casi translúcida. Cabello negro, rizado, cayendo como ramas húmedas. Vestido gótico, con encajes que se deshacían al tacto. Ojos grises con un destello verde que parecía moverse como humo, siempre la misma imagen.

—¿Eres tú? —preguntaba Joel, cada vez más débil.

Ella sonreía. Se acercaba. Lo tocaba.

—¿No me reconoces? —susurraba—. Soy lo que deseaste. Lo que llamaste. Lo que no puedes resistir.

Y él no podía.

Porque en cada encuentro era una seducción. Un juego de caricias, de palabras que se deslizaban por su piel como veneno dulce. Joel despertaba jadeando, con el cuerpo tenso y el corazón acelerado. A veces, con marcas en la piel. Otras, con tierra bajo las uñas.

Leena lo observaba desde la cocina. No decía nada. Pero cada mañana, arrancaba una flor negra del borde del jardín. La quemaba en silencio. Y luego se ponía a rezar.

—Maldita flor —murmuró la mujer aquella tarde.

Joel la enfrentó.

—¿Qué estás haciendo?

—¿que crees que estoy haciendo, niño? Intentando que no crezca más. Que no se filtre. Que no te consuma.

—¿Y si ya lo hizo?

Leena lo miró. Sus ojos estaban más hundidos. Más tristes.

—Entonces solo queda esperar.

Joel se burló. Pero su cuerpo ya no era suyo. A veces, sus manos se movían solas. A veces, su voz decía cosas que no pensaba. A veces, el espejo lo mostraba dormido… mientras él estaba despierto.

Una noche, en el sueño, el hada se acercó más que nunca.

—¿Por qué no me resistes? —preguntó, con voz de bruma.

Joel la tocó. La besó. La deseó.

—Porque eres perfecta.

Ella rió. Un sonido que no era humano.

—No soy perfecta. Soy tu condena.

Y entonces lo marcó de nuevo. No con fuego. Con placer.

Joel despertó con lágrimas en los ojos. No sabía si eran de miedo… o de deseo.

Leena entró a la habitación. Lo vio temblar. Lo vio romperse.

—¿Qué te hizo?

Joel no respondió. Solo la miró.

—¿Cómo sobreviviste tú?

Leena bajó la mirada.

—No lo hice del todo.



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Editado: 20.10.2025

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