La chimenea crepitaba y afuera, el viento golpeaba los abedules como si quisiera entrar, a la vez que la noche se hacía más larga de lo normal.
Joel se frotaba las manos, incómodo. Leena lo observaba desde su sillón, con una taza de té que ya no humeaba.
—Dime, Joel —preguntó de pronto—. ¿Cuál fue tu deseo?
Joel frunció el ceño.
—¿Qué?
—Tu deseo. El que ella te concedió, dímelo, para ver cómo te puedo ayudar, de lo contrario, acabarás muerto o siendo su esclavo por toda la eternidad.
Joel se encogió de hombros mientras que un escalofrío lo invadió.
—Yo no pedí nada, tía. Solo… le di un vistazo al pantano, es que, yo no creo en estos cuentos. Solo pensé que me querías privar de disfrutar del lugar.
Leena sonrió. Pero no era una sonrisa cálida. Era amarga. Casi resignada.
—Claro. Ella tan lista como siempre…
Lo dijo en voz baja, como si hablara consigo misma. Pero Joel la oyó.
—¿Qué quieres decir con eso?
Leena se levantó. Caminó hacia la ventana. El jardín seguía resistiendo. Pero la flor negra ya no era una. Eran tres.
—No le prestes atención —dijo, sin girarse—. Lo mejor es que regreses a la ciudad. Yo buscaré cómo ayudarte.
Joel se quedó en silencio. Leena se giró. Lo miró con dureza.
—Y deberías dejar de pensar con lo que te cuelga entre las piernas. No todo se resuelve con seducción, usa más tu cerebro.
Joel apretó los labios. No respondió, su tia tenia razón.
—Pero, no puedo volver a la ciudad aún tía.
—Bien, no salgas de aquí entonces. Debo exterminar esas malditas flores que no se van de mi jardín.
Y así pasaron los días.
Joel no volvió a salir. No porque no pudiera… sino porque ya no sabía si afuera estaba más seguro que adentro.
Pero los sueños se intensificaron.
Ya no eran solo encuentros con el hada. Eran escenas que se repetían. Él caminando hacia el pantano. Ella esperándolo. Vestida de negro, con los ojos grises encendidos. Lo tocaba. Lo besaba. Lo poseía de una manera que el deseaba ser uno solo con ella.
Y él no podía resistirse.
Pero cada vez que despertaba, algo estaba fuera de lugar. La cama revuelta. Las cortinas abiertas. Las marcas en su piel. A veces, su ropa mojada. A veces, sus manos manchadas de tierra.
Ya no distinguía sueño y realidad. Una noche, el hada lo miró fijamente.
—¿No sabes lo que me pediste hermoso? —susurró.
Joel la observó, atrapado en esa belleza exótica.
—No pedí nada…
Ella sonrió. Se acercó. Le acarició el rostro.
—Claro que sí. Me pediste que te desearan. Que nadie pudiera resistirse a ti, ¿dime qué no te lo he cumplido?
Joel tembló.
—Eso no fue un deseo…
—Fue un pensamiento. Pero yo escucho incluso lo que no se dice.
Ella lo besó. Y el mundo se volvió negro.
Joel despertó con el corazón latiendo fuera de ritmo. El espejo del pasillo lo mostró dormido… mientras él estaba despierto.
Y en el jardín, las flores negras ya eran cinco.