En Kuuraniemi, el aire cambió ya los pájaros dejaron de cantar. Las luces parpadeaban sin razón. Los niños no salían a jugar. Y los ancianos murmuraban oraciones que nadie recordaba haber enseñado.
Algo se había infiltrado. Algo que no se veía, pero que todos sentían.
Joel caminaba por la casa como un fantasma. Su rostro estaba más demacrado, más pálido. Las ojeras parecían tatuadas. Y sus ojos… ya no eran del todo suyos.
Leena lo observaba, cada día, más alarmada. Cada noche, más desesperada, porque sentía que ya ese no era su Joel.
Hasta que no aguantó más, tenía que preguntar.
—Joel —dijo, con voz firme—. ¿Has tenido sexo con ella?
Joel se detuvo. La miró. Y sonrió. Pero no era su sonrisa. Era otra. Más amplia. Más vacía.
—¿Cómo podría tía? —respondió, con tono burlón—. No se puede tocar lo que no tiene cuerpo, no se puede negar lo hermosa que es.
Leena frunció el ceño.
Joel se acercó. Sus ojos brillaban con un verde que no era natural.
—Son solo sueños, tía. Pero qué sueños… —rió—. Son la gloria.
Leena retrocedió. Sintió un escalofrío que no venía del clima. Porque ya lo sabía. Sabía que esa hada no necesitaba cuerpo para poseer. Que el deseo era suficiente. Que el alma se entregaba incluso sin contacto.
Y Joel… ya no era solo Joel.
—Esto se está saliendo de control —murmuró, más para sí misma que para él.
Joel se giró. Caminó hacia el pasillo. Su sombra parecía más larga y más densa.
Leena se sentó. Temblaba.
Las probabilidades de salvar a su sobrino se desvanecían. Porque lo que lo tocaba cada noche… no era un sueño.
Era una promesa.
Y las promesas de Aeloria… siempre se cobran con sangre. Así que luego de buscar y pensar, Leena encontró una idea que quizás pudiera funcionar.
Los días pasaron pero la fiebre llegó como una ola.
Joel ardía. Su cuerpo temblaba, empapado en sudor. Murmuraba palabras que no tenían sentido, nombres que no eran suyos, frases que parecían arrancadas de un idioma olvidado.
Leena lo sostenía entre mantas húmedas. Le daba el té que había preparado con hierbas antiguas, las mismas que usó años atrás para mantenerse lejos del hada. Había funcionado… hasta ahora.
—Resiste, Joel —susurraba, mientras le cambiaba el paño de la frente—. No la dejes entrar, por favor mi niño. Tu eres fuerte.
Ya había avisado a su hermana. Le había contado todo. O casi todo. Ella venía en camino. Tal vez juntas podrían hacer algo. Tal vez aún quedaba tiempo.
Pero entonces, el timbre sonó.
Leena se congeló.
No podía ser su hermana. No tan pronto. A menos que…
—No, eso no puede ser.
Agitó la cabeza. No. No iba a dejarse llevar por el miedo. Caminó hacia la puerta con pasos firmes, aunque el corazón le golpeaba como un tambor de guerra.
La abrió. Y allí estaba.
Una joven. Hermosa. Piel blanca como la nieve. Vestido negro, con encajes que parecían humo. Cabello negro, rizado, cayendo como ramas húmedas. Ojos azabaches… con un destello verde que se movía como veneno.
Sonrió apenas la puerta se abrió.
—¿No vas a invitarme a pasar, Leena?
Leena retrocedió. La reconoció al instante. El rostro que había visto años atras. La criatura que había marcado a Joel. La misma que había intentado matarla también años atrás.
Intentó cerrar la puerta. Pero el hada colocó su pie. No con violencia, sino con elegancia y agilidad impresionante.
—No seas malagradecida —dijo, con voz dulce—. Atiende a tu hermana.
Leena la miró, con los ojos encendidos. Literalmente.
Un tono azul brilló en sus pupilas. No era un reflejo. Era algo más que habitaba en ella.
—Tú no eres mi hermana —escupió.
Aeloria sonrió más amplio. Más cruel.
—No puedes negar nuestros lazos querida Leena. Pero él ya es mío. ¿No es eso lo que importa?
Leena apretó los dientes. El aire en la casa se volvió denso. Las paredes crujieron. Joel gimió desde la habitación, como si sintiera la presencia.
—No puedes entrar —dijo Leena, con voz firme.
—Ya estoy dentro —susurró Aeloria—. Desde el primer deseo.
Leena cerró los ojos. El azul se intensificó. El suelo tembló. Pero el hada no se movió.
—¿Crees que puedes salvarlo? —preguntó—. ¿Después de todo lo que ha hecho? Después de todo lo que ha sentido por mí?
Leena no respondió.
Porque sabía que el deseo… ya había abierto la puerta.