El hada maldita

Pertenencia.

Aeloria seguía en el umbral y su vestido negro se movía sin viento. Sus ojos brillaban con un verde venenoso. Pero no podía entrar, había intentado varias veces pasar, pero no lo lograba. Es como si algo se lo impidiera.

—¡LEEENA!

Leena sonrió, no con arrogancia sino con poder.

—Me subestimaste demasiado.

Aeloria frunció el ceño. Su belleza se volvió más afilada. Más cruel.

—No me importa. Joel ya me pertenece, me lo llevaré quieras o no.

Leena dio un paso adelante. Sus ojos aún brillaban en azul.

—Jamás. Porque tú eres un hada maldita. Y siempre lo serás. Porque nunca amarás de verdad, a ti lo que te gobierna es el egoísmo.

Aeloria sonrió. Pero fue una sonrisa tétrica. Una grieta en el rostro. Una promesa de ruina.

—El amor no importa. Solo el deseo. Y él… me desea más que a nadie, yo le cumplí con lo que pidió. ahora debe pagarme el favor.

Desde la habitación, Joel empezó a murmurar.

Leena giró la cabeza. El idioma que salía de su boca no era humano. Era antiguo. Era el mismo que muchos habían pronunciado antes de perderse.

—No… —susurró Leena.

Aeloria rió. Un sonido que hizo temblar las ventanas.

—Yo siempre gano, hermanita.

Y entonces, como si el aire se congelara, Leena recordó la frase. La advertencia. La maldición que contenía las mismas palabras del hada.

> No me invoques si no estás dispuesto a quedarte.

Aeloria se desvaneció en la niebla. Pero su presencia seguía. En la casa. En Joel. En el pantano.

Horas después, el sonido de un auto rompió el silencio.

Leena corrió a la puerta. Esta vez, sí era sus hermanas. Y con ella, Astrid, la madre de Joel.

Astrid entró con el rostro pálido, los ojos decididos. No preguntó. No lloró. Solo actuó.

Juntas prepararon una bebida. Hierbas, cenizas, agua de luna. Le dieron el brebaje a Joel, que temblaba en la cama como si algo lo devorara desde dentro.

Minutos después, la fiebre bajó. El idioma desapareció. Joel abrió los ojos. Por primera vez en días… parecía él.

Leena suspiró. Pero sabía que no era suficiente.

—Tienen que llevárselo —dijo, con voz firme—. Ya aquí no es seguro.

Astrid negó con la cabeza.

—No puedo. Si lo saco de aquí, Aeloria lo encontrará. Lo seguirá. Lo tomará, es mas arriesgado allá afuera.

—Entonces ¿qué hacemos?

La otra hermana de Leena, que aún no había hablado, se acercó.

—Lo llevaremos a Lycandar, mientras arreglamos el otro asunto.

Leena se tensó.

—No. Ese lugar está prohibido.

—Es el único que puede contenerla. El único que puede protegerlo. Si no lo hacemos… ella logrará su cometido.

Astrid la miró. Sus ojos estaban llenos de dolor. Pero también de deber.

—No olvides nuestra función, Leena. No somos solo tías. Somos guardianas. Y él… es el último vínculo.

Leena cerró los ojos. Afuera, el pantano susurraba.

Y en el jardín… las flores negras empezaban a marchitarse.

A la vez que Joel parecía mejor porque ya La fiebre había bajado. El té había hecho efecto.

Pero el deseo… no.

Era un fuego que lo quemaba por dentro. Un impulso que no podía controlar. Una necesidad que no se calmaba con palabras ni con rezos.

Pasaron los días, sus tías y su madre hacían los preparativos. Leena estaba feliz porque al fin se había podido deshacerse de las flores negras en su jardín.

Pero un día, sin que nadie lo notara, se escapó, se sentía asfixiado.

Caminó por el pueblo como si nada. Saludó a los vecinos. Sonrió a las chicas. Pero sus ojos… ya no eran del todo humanos.

En una esquina, encontró a un chico. Estaba sentado en el suelo, llorando.

—¿Estás bien? —preguntó Joel, con voz suave.

—Mi novia me dejó —respondió el chico—. No sé qué hacer. Solo quiero que regrese.

Joel sonrió. Pero no era una sonrisa amable, mientras que en su mente un plan se formó.

—Conozco una solución.

El chico lo miró, confundido. Pero lo siguió.

Caminaron hacia el bosque. Las ramas se abrían a su paso. Las flores negras se mecían. El pantano los esperaba.

Llegaron al borde.

Joel se detuvo. Miró al chico.

—¿Estás dispuesto a hacer lo que sea?

El chico asintió y Joel lo empujó.

El cuerpo cayó al agua. El chico gritó. Intentó nadar. Pero algo lo arrastró. Algo que no se veía. Algo que no tenía forma… pero sí hambre.

La niebla se levantó. El día se volvió oscuro y El aire se volvió espeso.

Y ella apareció.

Aeloria.

Vestida de negro. Más provocativa. Más hermosa. Más letal. Se acercó a Joel, caminando con una sensualidad. Lo tocó. Lo besó.

El beso fue frío. Fue ardiente. Fue como la inyección de un veneno.

Joel tembló. Pero no se resistió.

—Ahora eres libre —susurró ella—. Precioso.

Y desapareció. Joel parpadeó, pero de pronto, estaba en su habitación.

Todo parecía normal.

Hasta que miró el espejo.

Y el reflejo… no era el suyo.

Era ella.

Sonriendo.

Fin.



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Editado: 20.10.2025

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