----------Narra Rosa-----------
Mi nombre es simplemente Rosa, pues el destino no me concedió linaje ni padres que me nombraran.
Recuerdo el día en que mi maestra depositó mi diminuta semilla en la tierra suave de un matero, protegiéndome con esmero del sol inclemente.
Mi existencia temprana transcurrió en un ambiente de frescura constante y una humedad palpable, aunque, paradójicamente, ni el frío penetrante ni la atmósfera húmeda son de mi agrado.
Mi hogar es el planeta Kepler, un orbe distante de la Tierra habitada por los humanos. A pesar de sus avanzadas naves y su asombrosa tecnología, aún no han logrado alcanzar nuestro mundo.
Si alguna vez lo hicieran, estoy segura de que serían desintegrados en un instante, pues aquí la realidad se teje con magia pura.
Nuestro planeta alberga seres extraordinarios: los Seres Celestiales, entidades luminosas que dominan la luz radiante, el fuego danzante, la tierra firme y el agua cristalina entre otros.
En mi caso particular, poseo el don de estimular el crecimiento y la floración de toda clase de plantas y flores, y mi responsabilidad más sagrada es el cuidado del Árbol de la Vida.
Quinientos años han transcurrido en esta soledad desde que mi maestra, Sama, emprendió un viaje cuyo final aún desconozco.
Ella es una Inmortal Superior, venerada como la Diosa del Árbol de la Vida. A lo largo de mil años de existencia junto a Sam, ella me instruyó diligentemente en los secretos del cuidado del Árbol Sagrado, enseñándome a reparar las delicadas hojas que registran el futuro y el pasado de cada ser, mortal e inmortal.
A estas hojas se les conoce como las páginas del Libro del Destino, y para mí, cada una de ellas es intrínsecamente valiosa y sagrada.
Recuerdo con claridad cuando solamente yo era un pequeño tallo esforzándose por crecer cuando mi maestra recibió la visita trascendental del Dios de la Guerra, cuyo nombre es Mark.
Con sus veinte mil años de existencia, su edad palidece la mía. Él es hermano del poderoso dios Norcar, el señor y rey de nuestro planeta, quien, observando a los humanos, ha tomado la firme decisión de protegerlos de cualquier daño.
En un descuido, mi maestra Sama derramó licor sobre mis incipientes raíces inmortales. Fue un error, un accidente; su intención inicial fue desecharme, consciente de que el licor es un veneno letal para una planta en pleno desarrollo.
Fue gracias a la insistencia del Dios de la Guerra que Sama reconsideró su decisión y me permitió vivir. Por este acto de clemencia, una profunda gratitud florece en mi interior.
Anhelo servirle, y por ello, me presentaré a una prueba en el palacio de los dioses con la ferviente esperanza de convertirme en su sirvienta.
Soy consciente de que mi poder no alcanza su máximo potencial, pues mis raíces aún resienten aquel incidente.
Por eso, mi magia es débil, pero prometo dedicar todo mi empeño para ser admitida en el palacio real. Aquel desafortunado contacto con el licor me ha dejado con una cierta torpeza y debilidad, pero estoy siguiendo un remedio especial para sanar mi raíz inmortal y alcanzar la fortaleza de las demás hadas.
Mi maestra me impartió todas las habilidades necesarias para velar por el Gran Árbol antes de partir en su prolongado viaje.
A pesar de mi soledad durante estos quinientos años, la vida aquí no es desdichada. Mi labor consiste en reparar los Libros del Destino que sufren algún daño, así como organizarlos cuidadosamente.
Jamás me atrevería a interferir en el destino de ningún ser.
Mi morada se encuentra en el reino de las hadas, siendo la única vivienda en este lugar.
Las otras hadas, nacidas de las flores y que han perfeccionado sus poderes a través de rigurosos entrenamientos, residen en el reino celestial.
La tranquilidad marca mi existencia solitaria, interrumpida raramente por visitas.
Duermo profundamente y trabajo hasta altas horas de la noche, pero la limpieza de mi palacio, aunque realizada en solitario, no me agota, pues la emprendo con alegría.
Cuido las flores con amor y ternura, y a cambio de mi dedicación, ellas me ofrecen sabiduría y afecto.
Conversan conmigo en susurros, aunque son bastante dormilonas. Si tan solo dejaran de lado su letargo, se transformarían rápidamente en hadas.
Su mayor anhelo es convertirse en hierbas para poder dormir durante todo el día.
Tengo cuatro amigos entrañables, dos niñas y dos niños, quienes despiertan al mediodía para luego sumirse nuevamente en el sueño, retirándose presurosos a sus materos.
Su pereza les impide entrenar y rehúyen cualquier responsabilidad que pudiera convertirlos en hadas.
Las otras hadas, que con el tiempo han emergido de sus materos, me tratan con desdén, simplemente porque no poseo la fuerza mágica que ellas ostentan.
A pesar de su actitud, mi corazón no alberga rencor. Yo las cuidé, las alimenté y fui testigo de su crecimiento. ¡Cómo no quererlas!
El día en que descubrieron mi profundo sentimiento por Mark, el Dios de la Guerra, su comportamiento se tornó agresivo.
Creen firmemente que sus ojos jamás se posarán en mí, pero mi fe me dice lo contrario. Incluso si mi amor no es correspondido, anhelo al menos convertirme en su sirvienta para poder verlo y estar a su lado eternamente.
Cuando haya reparado cincuenta mil libros, enviaré mi carta de renuncia a mi maestra.
Ya falta poco para alcanzar esa cifra, y aunque disfruto la tarea de restaurar los Libros del Destino de seres mortales e inmortales, no deseo dedicarme a esto por toda la eternidad.
Mi mayor anhelo es estar junto a él, y espero fervientemente que ese sea mi destino. Aunque la hoja de mi propio Libro de la Vida permanece oculta, sé que, si la encontrara, me estaría prohibido leerla. Tengo el don de conocer el destino de todos, excepto el mío propio.