El hada y el dios del fuego.

Capítulo: 4.

Rosa escapa del dios del fuego y, gracias a su espejo, aparece en el Bosque de las Hadas. Una cascada cristalina se eleva ante ella, majestuosa y sagrada: es el portal que transporta a los seres inmortales de poder débil hacia el Reino de los Cielos. Existen también medallones especiales, capaces de guiar a quienes lo deseen hasta aquel reino divino.

La aurora ya ilumina todo el planeta Kepler.

Rebusca con ansias en su bolso hasta encontrar la hoja del Libro de la Vida de Mark. Al verla, sus ojos se iluminan y una sonrisa se dibuja en su rostro. El corazón le late con fuerza al darse cuenta de que ha cambiado el destino del dios de la guerra.

—¡Sí! ¡Qué alegría! ¡Mi amado Mark está vivo! Ha valido la pena arriesgar mi vida por él… —susurra con emoción, abrazando la hoja contra su pecho mientras sus alas vibran con esperanza.

Sin perder tiempo, la pequeña hada se dirige hacia el Reino de los Cielos. Necesita presentar sus credenciales en el palacio real.

—Seré la candidata ganadora… lo presiento —afirma, acercándose a la cascada con determinación.

Voltea su medallón sagrado y, al instante, una gran burbuja de luz la envuelve. Rosa asciende suavemente entre brumas y destellos dorados, rumbo a los cielos.

Al llegar, sus pies tocan una calle de cristal que resplandece bajo sus pasos. Atraviesa el camino con paso firme hasta encontrarse con Abba, la guardiana principal del palacio del dios de la guerra.

Con respeto, le entrega sus credenciales. Abba las revisa con atención, pero al notar que Rosa no tiene apellido, sus ojos reflejan una leve tristeza. Aun así, anota su nombre en el Libro de las Candidatas. En ese mismo instante, el nombre de Rosa aparece brillando en el cielo.

—¡¡Hey!! ¿Qué haces tú aquí? ¡Eres una simple hada ordinaria! —grita una de las candidatas al verla.

Un grupo de jóvenes inmortales se agolpa a su alrededor. Algunas le tiran del cabello, otras la empujan con desprecio.

—¡Es cierto! ¡Lárgate! Jamás podrías ganar. Eres solo una flor insignificante… una rosa blanca con las raíces muertas —dice otra con burla cruel.

—Eres un fracaso. Aléjate de nosotras y no vuelvas a poner un pie en este reino —ordena una más, empujándola con rabia.

A pesar de los insultos y la hostilidad, Rosa mantiene la cabeza en alto. Su postura es recta, su mirada firme. Sigue caminando entre las candidatas como si las palabras no la tocaran.

—Eres la más baja entre todas las hadas. ¡Nuestra vergüenza! ¿Cómo te atreves a presentarte en el palacio del dios de la guerra? —escupe otra mientras la mira con desprecio.

Rosa no responde. Avanza en silencio, ignorando las voces que intentan apagar su luz. Las risas, las burlas, los murmullos… todo queda atrás mientras su voluntad la guía hacia el lugar que sabe, en lo profundo de su alma, le pertenece.

Rosa se detiene en seco. Las palabras de las jóvenes resuenan en su mente como ecos venenosos. Por un instante, su mirada se pierde en el suelo, pero luego alza la cabeza con decisión.

Da un paso al frente y toca la espalda de una de las chicas. Todas se giran de inmediato, con arrogancia pintada en sus rostros… pero lo que encuentran no es debilidad.

La joven hada las enfrenta con una determinación feroz, la frente en alto, sin una pizca de miedo en sus ojos.

—¿Saben qué? No soy una flor insignificante. Me llamo Rosa y cuido del Árbol de la Vida. Es un privilegio que llevo ejerciendo desde hace mil años. —Su voz es serena pero firme, como una corriente que arrastra sin ruido—. Ustedes son las que no merecen estar aquí. Algunas son hadas consentidas por los dioses… y otras, seres inmortales incapaces de avanzar sin la sombra de sus padres.

El silencio cae como una nube pesada sobre el grupo. Rosa da un paso más y agrega con una chispa de fuego en la mirada:

—Recuerden mi nombre. Recuerden de dónde vengo. Porque las derrotaré a todas en el examen.

Las jóvenes estallan en carcajadas, creyendo que sus risas pueden silenciar el poder de sus palabras. Rosa no se inmuta.p Se da la vuelta con elegancia y se dirige una vez más a la gran cascada. Usa su medallón para invocar la burbuja celestial y desciende con gracia hacia el Bosque de las Hadas.

Ya en el bosque, toma su espejo mágico y lo activa con un susurro. En un destello de luz, se traslada a su palacio. Apenas llega, corre hacia sus flores, que duermen profundamente en sus materos.

—¡Margarita! ¡Azucena! ¡Jacinto! ¡Narciso! ¡Despierten, dormilones! ¡Los necesito! —les llama con alegría.

Las flores comienzan a desperezarse entre bostezos y estirones, hasta adoptar su forma humanoide. Sus rostros aún muestran señales de sueño.

—Déjanos dormir un poco más… por favor —murmura Margarita, alzando los brazos como si abrazara el aire.

—Hola, Rosa. ¿Cómo has estado? —saluda Jacinto con una sonrisa dulce, aún medio dormido.

Rosa los observa con ternura. Como una madre amorosa, les ofrece agua fresca y pan de maní. Luego los lleva cerca de los rayos del sol y los pone a hacer calentamiento. Mientras estiran y se desperezan, ella les cuenta con calma todo lo que ocurrió en el Reino de los Cielos y las palabras crueles de las demás candidatas.

Azucena frunce el ceño con furia.

—¡Esas víboras se atrevieron a burlarse de ti! Cuando las vea, las convertiré en pequeños tallos marchitos, y cada uno de sus cabellos en hojas muertas.

—¿Con qué poder piensas defender a Rosa? —pregunta Narciso, mientras mastica su quinto pan de maní con total descaro.

—Es cierto, Azucena… debemos fortalecer nuestro poder. No podemos permitir que nadie le haga daño a nuestra única amiga —declara Margarita, aún con los ojos medio cerrados por el sueño.

—¡Mira quién habla! La más dormilona de todos nosotros —responde Jacinto, con una sonrisa burlona.

—¡Jacinto! —grita Margarita, la joven de vestido amarillo. Se lanza hacia él con enojo, levantando la mano para golpearlo.




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