Rosa llega a los aposentos de Adolf, y la mesa, repleta de dulces la pone muy feliz. Es una tentación irresistible para ella.
La tranquilidad se desvanece cuando un grupo de soldados irrumpen en la habitación. Rosa se levanta del mueble, clavándoles la mirada.
—¿Qué hacen aquí? —exclama con voz temblorosa, un silencio sepulcral reina en la habitación.
Los soldados, altos y corpulentos, forman dos filas frente al dormitorio. En el centro aparece Basu, con rostro inexpresivo, sus movimientos son lentos y calculados, dejando a Rosa con el alma en un hilo. ¿Se habrán enterado de que he cambiado de cuerpo con su amo?, se pregunta.
—Mi señor, sé que posees el poder para destruir a sus enemigos, pero el reino está sumido en el caos desde su llegada. Me temo que varios oficiales traman un complot contra usted —informa Basu, con genuina preocupación por la seguridad de su amo.
—¿En serio? No imaginaba que la situación fuera tan grave. Agradezco tu preocupación, pero necesito espacio. Debo descansar —responde Rosa. De inmediato, Basu, su guardián superior, ordena a los soldados retirarse.
A la orden de Basu, los soldados se giran en formación, sus armaduras resuenan con un eco metálico. Sin una palabra más, abandonan la habitación, dejando un silencio cargado de incertidumbre.
Basu, el último en salir, cierra las puertas de la habitación con un golpe seco.
Los soldados se dispersan, pero él permanece inmóvil frente a la entrada, vigilante, protegiendo a su amo del peligro inminente.
Rosa, en el cuerpo de Adolf, exhala con alivio al verlos partir. Se quita con rapidez la pesada armadura, recuerdo de la reciente reunión con los reyes aliados. El agotamiento, tanto físico como mental, la vence y se deja caer sobre la cama.
—Debo regresar al reino celestial. Explicarles que esto es un error, que no los he traicionado. Solo cometí la imprudencia de ayudar a ese… a Adolf, y ahora por mi culpa estoy atrapada en su cuerpo, en este reino, lejos de mi hogar —murmura, con la voz apenas audible.
Basu, hambriento tras un día entero dedicado a los preparativos de la bienvenida de Adolf, se aleja unos instantes de la puerta de su amo y se dirige a la cocina del palacio.
Casi al mismo tiempo, el harén del rey irrumpe en la habitación de Adolf. En un silencio inquietante.
Las mujeres se deslizan en la habitación como sombras, sus rostros ocultos tras velos de seda. Sus movimientos son suaves y silenciosos, casi fantasmales, mientras se acercan a la cama donde yace Rosa. Sus ojos, oscuros y penetrantes, observan con curiosidad y una pizca de malicia a su amo.
Rosa, sumida en un sueño profundo, no percibe cómo la despojan de sus ropas. Al escuchar los susurros y sentir el tacto frío de unas manos sobre su cuello, se incorpora de golpe, aterrada cubre su cuerpo casi desnudo con las manos.
—¿Qué hacen? ¡Están locas! ¡Fuera de aquí! —exclama Rosa, casi sin aliento, mirando a las mujeres con desprecio.
—Mi señor, estamos aquí para servirle en la cama —responde una de las más ancianas del harén desvistiéndose con sensualidad.
—Después de treinta mil años sin contacto con una mujer, imagino que está ansioso por tenernos a todas juntas —dice otra, con un tono coqueto y mirada maliciosa.
Una de las mujeres, al hurgar entre la ropa de Adolf, descubre la Hoja de la Vida de la antigua diosa de la guerra. La examina con rapidez y la oculta entre las prendas esparcidas sobre la cama.
Sabe que si la descubren haciendo esto, perdería las manos. Pero también sabe que logró su misión: encontrarla. Ahora, su verdadero amo sabrá dónde está, y pronto vendrá a reclamar este objeto de suma importancia para el dios desconocido.
—¡Retírense! —grita Rosa, harta de las intrusas, mientras se levanta y las empuja hacia la salida.
Las mujeres intercambian miradas furtivas antes de obedecer la orden de Rosa. Se retiran en silencio, pero sus movimientos son lentos, como si aún esperan una oportunidad.
La última de ellas se detiene en la puerta, lanzando una última mirada a Rosa, antes de desaparecer.
Al salir del aposento de Adolf, se topan con Basu, y de inmediato lo rodean, quejándose en un coro de voces. Algunas intentan tocarle el brazo, otras se cruzan de brazos, haciendo pucheros.
—Mi señor, el rey no nos permitió servirle. No quiso elegir a ninguna de nosotras para pasar la noche —se lamenta una de ellas, con lágrimas falsas en los ojos.
—¿Qué le sucede? —pregunta otra, frunciendo el ceño.
—¿Hicimos algo para ofenderlo? —indaga la más anciana del harén, con un tono de preocupación.
—¡Ria!, ¿acaso no recuerdas que el rey nunca ha sido cercano con las mujeres? Deben saber que si no son llamadas, no deben intentar servirle por su cuenta —les dice Basu con su habitual actitud seria y reservada, cruzando los brazos sobre el pecho y apartando de su cuerpo a quienes lo tocan sin permiso.
Basu se aleja, y las mujeres se dispersan por uno de los pasillos. De pronto, ven venir a Adolf (en el cuerpo de Rosa), con el ceño fruncido.
El harén al pasar junto a ella, cuchichean, culpando a Rosa del rechazo del rey. Adolf se detiene en seco y se gira con ira.
—Cállense, o les cortaré la lengua —les espeta, con la voz cargada de furia, lanzándoles una mirada que podría matar.
El harén, al ver a la mujer frente a ellas hablarles de ese modo, estallan en burlas y gritan palabras hirientes contra el cuerpo de Rosa.
Adolf, al escucharlas, se enfurece aún más y se dirige a zancadas hacia su habitación.
Basu es llamado por Rosa. Entra en la habitación de su amo y se arrodilla en el suelo.
—Saludos, mi señor. Lamento no haber estado presente a la llegada del harén… —comienza Basu, pero Rosa lo interrumpe.
—Ven, pasa —dice Rosa. Basu, creyendo que su amo está molesto, baja la cabeza hasta el suelo.
—Estaría dispuesto a morir por usted —declara. Rosa se levanta de la cama y lo toma de los brazos, ayudándolo a ponerse de pie.