El hada y el dios del fuego.

Capítulo: 35.

Los gritos de Rosa se han desvanecido, dejando un eco de furia en el aire. Adolf, con un suspiro de resignación, aparta la mirada. Besar a Rosa, en estas circunstancias, es tan inútil como intentar apagar un incendio con una pluma.

—¿Acaso ignoras tu propia promiscuidad? —espeta Rosa, con el rostro contraído por el asco—. Esas… mujeres… me desnudaron. ¡A mí! Sentí sus manos por todo mi cuerpo, como si fuera un pedazo de carne. Fue… repulsivo. Temí que me despojaran de mi propia esencia. Eres un ser despreciable. ¿Cómo puedes revolcarte con tantas a la vez?

—Jamás he compartido lecho con mujer alguna —afirma Adolf, con una voz cargada de un orgullo herido—. Ni en mi época como rey, ni ahora, en mi retorno. No tengo por qué probar mi inocencia ante ti.

—De todos modos, ya me has dejado claro que no te intereso —replica Rosa, con un tono de indiferencia que oculta su vulnerabilidad—. Así que, en realidad, no debería importarme con quién te acuestas.

—¿Acaso aún te sobra energía para discutir conmigo? —Declara Adolf, con la voz cargada de impaciencia—. ¿Ignoras la gravedad de nuestra situación? ¡Estúpida! Estás usurpando mi identidad, pero no comprendes el peligro: si alguien descubre nuestro intercambio, ambos pereceremos.

—Lo sé —responde Rosa, con un hilo de voz, la tristeza nubla sus ojos—. Entiendo que no podemos seguir así. Prometo que, en cuanto los truenos resuenen, regreso a mi cuerpo.

—Confío en tu palabra —dice Adolf, suavizando su tono—. Por ahora, intenta canalizar mi poder. Invoca un relámpago. —Con un gesto, señala la ventana abierta, invitando a Rosa a intentarlo. Ella levanta las manos hacia el cielo, con un gesto de súplica y esperanza a la vez.

Tras varias horas de esfuerzo, Rosa cae derrotada al suelo, agotada por su infructuoso intento de canalizar el poder de Adolf para invocar un relámpago.

—¿Eres una perdedora? —Adolf se levanta de la cama, su voz está cargada de desdén, y se asoma por la ventana—. En tres días lloverá. Hasta entonces, sé prudente con tus acciones y palabras. Harás todo lo que te ordene.

—Está bien, pero prométeme que me permitirás explorar libremente tu reino —dice Rosa, con un atisbo de esperanza en su voz—. Cuando regrese a mi cuerpo, no me encerrarás nunca más. Promételo.

—Desde que llegué, anhelo la naturaleza. ¡Oh, cómo extraño la libertad de mi reino de las hadas! —Medita ella.

—Cumpliré mi palabra —responde Adolf, con un tono firme—. Pero ni se te ocurra revelar mi debilidad a alguien. Nadie debe saber que eres mi punto vulnerable, ¿entiendes? Y no olvides que me perteneces hasta que rompamos el sello que nos une. No puedes alejarte de mí hasta que repares la hoja de vida de la ex diosa.

—Claro que sí, entiendo —responde Rosa, con seguridad en su voz—. Jamás revelaré tu debilidad a nadie.

Pero, ¿cómo regresaré a mi reino? ¿Cómo limpiaré mi reputación ante el dios Norcar? —Se pregunta para sí el hada.

Ambos comparten vino de arroz mientras la noche avanza, inmersos en una conversación sobre el comportamiento y las palabras que Rosa debe adoptar en el cuerpo de Adolf.

Adolf no puede contener la risa al verse actuar de manera tan femenina, y Rosa, al contemplar su rostro, se une a las carcajadas. La noche transcurre entre risas compartidas.

Mientras tanto, en la lejana ciudad de Shai, Lok, el dios desconocido traza meticulosamente un plan, para infiltrarse en el palacio de Adolf y apoderarse de la hoja de vida de la legendaria ex diosa Silvia.

********

El palacio de Lok se alza como una sombra en el paisaje, un bastión de oscuridad y poder. Sus muros, construidos con piedra negra pulida, absorben la luz, creando una atmósfera de perpetua penumbra.

Antorchas de fuego fatuo parpadean a lo largo de los pasillos, proyectando sombras danzantes que distorsionan la realidad.

El aire está cargado de un hedor acre, una mezcla de incienso oscuro y el tenue aroma de la sangre.

En el corazón del palacio, un altar de obsidiana se erige como un recordatorio constante del pacto de Lok con el dios de la oscuridad.

Aquí es donde él realiza, sacrificios y rituales, ofrendas de vidas a cambio del poder que necesita para resucitar a Silvia.

Los susurros de los espíritus atormentados resuenan en las paredes, ecos de las almas que Lok ha entregado a la oscuridad.

La sala del trono, donde Lok planea sus maquinaciones, es un abismo de sombras. El trono, forjado con huesos y hierro oscuro, se alza sobre un pedestal de cráneos.

Desde allí, Lok observa el mundo, tejiendo sus planes y esperando el momento de reclamar la hoja de vida de Silvia.

—¡Aike!, ¿la sirvienta confirmó que la hoja de vida está en manos del Rey Adolf? —pregunta Lok, con una voz que lucha por ocultar su inquietud.

—Sí, mi señor —ella en persona me lo confirmó, —Dice su guardiana, inclinándose hasta el suelo—. La espía nos asegura que la vio, que está en su poder.

—¿Por qué si Adolf conoce la verdad sobre mi amada Silvia, no busca su reencarnación para eliminarla? ¿Acaso ignora que resguardo su cuerpo?, —reflexiona Lok, quitándose la máscara, revelando un rostro pensativo y preocupado, su voz está cargada de incertidumbre.

—Mi señor, creo que el Rey del Reino del Fuego desconoce la existencia de la ex diosa —interrumpe Aike, su guardiana—. Algo debió suceder con la hoja del destino. Quizás por eso resguarda al hada en su palacio. Ambos parecen buscar la forma de reparar la hoja

—Creo que el hada se resiste a repararla. Deberé tomar cartas en el asunto. La única persona en quien ella confía ciegamente es Mark, así que él la persuadirá para que lo haga —afirma Lok, con determinación.

—Mi señor, eso conlleva un gran riesgo —advierte Aike, con voz preocupada—. Ella no quiere que él se exponga a ese palacio. Podría morir al intentar recuperar la Hoja. Aike conoce el poder de Adolf; aún siente el ardor de la herida que su fuego infernal le infligió.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.