El hada y el dios del fuego.

Capítulo: 36.

Rosa, aún atrapada en el cuerpo de Adolf, vaga sola por los jardines del palacio. Las flores negras, con su aura misteriosa, reflejan su propia confusión interior.

Un niño se acerca corriendo con una carta en la mano. Al entregársela, se inclina con respeto, creyendo que está ante el rey de su tribu. Rosa abre el pergamino y su corazón da un vuelco al reconocer la caligrafía: es su propia letra, trazada por las manos que ahora posee Adolf.

> Para Rosa:
Necesito verte. Es urgente. Debemos hablar de algo que no puede esperar. Te espero en el claro del bosque, donde los sauces llorones se inclinan sobre el arroyo.
Ven rápido, te lo suplico. No tardes.

Atentamente, Adolf.

La incredulidad y la sospecha se apoderan de Rosa. ¿Por qué Adolf la cita en un lugar tan peligroso? La preocupación por su verdadero cuerpo se suma a su creciente inquietud.

A pesar del miedo, la curiosidad es más fuerte. Rosa necesita respuestas, y el bosque parece ser el único lugar donde encontrarlas.

Desde el momento en que cruza el límite del bosque, la luz del sol se desvanece, engullida por una penumbra espesa. La humedad se aferra a su piel, y el aire denso huele a tierra mojada y musgo. Las sombras se alargan y retuercen entre los árboles como dedos espectrales, envolviéndola en un abrazo frío.

Cada paso resuena en el silencio opresivo: hojas secas crujen bajo sus pies, ramas rotas chasquean a su paso. La sensación de ser observada se intensifica, como si criaturas invisibles acecharan en la oscuridad, escrutando cada uno de sus movimientos.

De repente, la oscuridad se disipa, reemplazada por una luz cálida y danzante. Un claro se abre ante ella, revelando una escena surrealista: en el centro, una mesa elegantemente dispuesta, cubierta con un mantel blanco inmaculado, resplandece bajo el fulgor de cientos de
El aire, antes impregnado del hedor a humedad y musgo, se llena con el aroma dulce y aromático de la comida. Una melodía suave flota en el ambiente, como el tintineo de campanas de cristal, envolviendo el lugar en un hechizo casi hipnótico.

Es un oasis de belleza en medio de la oscuridad del bosque, un espejismo que desafía toda lógica. El contraste es tan marcado que Rosa duda por un instante: ¿está soñando o ha caído en una trampa mágica?

Las luces titilantes de las luciérnagas bailan sobre la vajilla de plata, haciendo brillar las copas de cristal y los platos rebosantes de manjares. La escena es tan acogedora, tan íntimamente romántica, que por un momento, Rosa casi se olvida del peligro que la acecha.

La comida parece exquisita, pero algo en su interior le advierte que no debe tocarla. ¿Estará envenenada? ¿Hechizada?

Un ruido la hace sobresaltarse.

—Veo que has llegado —dice una voz conocida.

—¡Me has dado un susto de muerte! —exclama Rosa, llevándose una mano al pecho.

Adolf sonríe con un aire enigmático.

—¿Te gusta la sorpresa?

—Sí, mucho. Pero… ¿Cómo lograste preparar todo esto aquí, en medio del bosque? —pregunta Rosa, aún asombrada.

—Convencí a Basu de organizar una cena de agradecimiento para el rey, por haberme liberado. Se lo creyó sin dudar y así pude preparar esto para ti —explica Adolf con tranquilidad.

Rosa parpadea, impresionada.

—Gracias… Voy a probar esta delicia —dice, tomando una galleta de arroz y llevándosela a la boca.

Adolf la observa con atención, su expresión tornándose más seria.

—Todo esto es para ti. Quería agradecerte por devolverme mi cuerpo. Pero ahora necesito que repares la Hoja de la Vida de la ex diosa.

Rosa se detiene un instante y lo mira fijamente. Luego, con un tono de súplica, responde:

—Después de que recuperes tu cuerpo, no me encierres otra vez. Déjame conocer tu reino… al menos un poco.

Adolf suspira, apoyando los codos sobre la mesa.

—Te prometí que serías libre, pero solo bajo mi vigilancia. Tengo demasiados enemigos y tú podrías convertirte en su objetivo.

El ambiente se llena de un silencio tenso. En la lejanía, un retumbo anuncia la llegada de la tormenta.

—Dentro de poco habrá truenos. Ese será el momento en que cada uno recupere su cuerpo —advierte Adolf—. Así que disfrutemos de la cena antes de que oscurezca.

Bajo la suave luz de las luciérnagas, Rosa y Adolf comparten la cena. Sus miradas se cruzan, cargadas de emociones que apenas empiezan a comprender. Entre bocado y bocado, la complicidad se teje en el aire, disfrazada de sonrisas tímidas y juegos silenciosos.

A pesar de la extraña situación en la que se encuentran, hay algo en este momento que se siente irrealmente perfecto. Cada pequeño gesto, cada cruce de miradas, los acerca más de lo que las palabras podrían.

Sobre la mesa, sus manos se rozan con un contacto suave, electrizante. Adolf, sin apartar la mirada de Rosa, entrelaza sus dedos con los de ella. El calor de su piel es una promesa muda, un vínculo naciente que se desliza entre lo desconocido y lo inevitable.

La luz de las luciérnagas baña sus rostros con un resplandor dorado, envolviéndolos en una burbuja de intimidad. Por un instante, todo lo demás desaparece: el peligro, la confusión, la incertidumbre. Solo quedan ellos, atrapados en un momento frágil y perfecto.

Pero la magia se rompe de golpe.

De entre las sombras, una figura imponente emerge con la fuerza de una tormenta contenida.

Mark, el dios de la guerra, los observa con una mezcla de incredulidad y sorpresa. Su expresión se congela al ver a Rosa sana y salva… compartiendo una cena romántica con Adolf.

—¡Rosa! —la voz de Mark, el dios de la guerra, retumba en el claro, rompiendo el momento de intimidad entre Rosa y Adolf. Su figura emerge de las sombras del bosque, irradiando furia contenida.

Rosa se estremece.

—Mark… —susurra, atrapada en el cuerpo de Adolf.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.