La penumbra de la habitación donde está Rosa se espesa, como si la oscuridad misma cobrara vida. Una figura envuelta en sombras, casi fundida con la noche, se materializa en silencio.
Lok, el Dios Desconocido, llega a la habitación. Avanza con pasos sigilosos, sus pies apenas rozan el suelo, hasta el lecho donde Rosa duerme plácidamente. Su respiración es suave, ajena al peligro que se cierne sobre ella.
Lok extiende su mano, pálida y fría como la luna, sobre su rostro y susurra un conjuro en una lengua antigua.
Un brillo oscuro, como una niebla de medianoche, se filtra en el aire, envolviendo a Rosa en un sueño aún más profundo. No importa cuán sensible sea su espíritu, su cuerpo yace inerte, incapaz de reaccionar a ningún estímulo.
Dos sirvientas, espectros silenciosos, emergen de las sombras y se mueven con la misma destreza sigilosa que su amo.
Sus rostros, ocultos tras velos oscuros, carecen de expresión. Con sumo cuidado, toman el cuerpo inerte de la diosa. Sus movimientos son precisos y fríos. La cubren rápidamente con un velo negro, denso y opaco, que disipa cualquier rastro de su presencia, como si la borraran de la realidad.
Lok traza un símbolo en el aire, brillante y efímero, y, en un parpadeo, los cuatro desaparecen, dejando la habitación vacía, un vacío que resuena con el silencio de su ausencia.
Todos llegan al imponente palacio de Lok, en la ciudad de Shai. Llevan el cuerpo inerte de Rosa directamente a la cámara sagrada.
En el centro de la estancia, una enorme vasija de piedra oscura aguarda. Inscripciones antiguas, símbolos que brillan con una luz tenue y pulsante, serpentean por su exterior: sellos de un poder inimaginable, un poder que susurra promesas y engaños.
Pero la verdadera magia de la vasija no reside en su apariencia externa, sino en su interior: una ilusión perfecta, tejida con hilos de sombras y susurros, se despliega en su vasto espacio, un reflejo distorsionado del mayor deseo del hada.
Rosa, al despertar de este sueño profundo, no observará muros ni oscuridad, sino su hogar soñado: su palacio resplandeciente, sus tierras floreciendo con vida, ella de vuelta en su reino. Mientras crea en la mentira, en la dulce y embriagadora ilusión, jamás intentará escapar.
Rosa está tendida sobre la hierba. Una suave brisa, cargada con el perfume embriagador de mil flores, acaricia su piel, mientras pétalos de colores danzan en el aire, creando una lluvia efímera y delicada que la despierta del sueño.
El murmullo cristalino de un río, serpenteando entre árboles centenarios, llena sus oídos con una melodía familiar, un eco de la paz que tanto anhela. Rosa parpadea, aturdida; sus ojos tratan de adaptarse lentamente a la luz dorada que inunda el paisaje.
—¿Estoy en casa? —indaga ella, observando su alrededor.
El Reino de las Hadas se extiende ante ella en todo su esplendor, un tapiz de luces y sombras, de vida y magia.
Las luces danzantes de las luciérnagas, como pequeñas estrellas fugaces, iluminan los caminos de piedra, guiándola hacia el corazón de su hogar.
—¿Cómo he regresado? ¿Qué milagro me ha traído de vuelta a este paraíso? ¿Estaré soñando? —se pregunta Rosa mientras camina y acaricia las plantas a su alrededor.
—¡Rosa! —Una voz grave y profunda, como el susurro del viento entre las hojas, la envuelve en un abrazo cálido y familiar.
El cuerpo de Rosa se estremece al escuchar la voz, un escalofrío de incredulidad recorre su espina dorsal. Es imposible, pero a la vez tan real.
Ella gira lentamente, con el corazón latiendo con fuerza, y ahí está él. Mark.
Sus ojos azules, profundos y familiares, la observan con una intensidad que le eriza la piel. Su cabello largo y oscuro, revuelto por la brisa perfumada, enmarca un rostro que amaba con cada fibra de su ser, pero que lamentablemente ha dejado de querer.
Se ve exactamente como lo recuerda: fuerte y majestuoso, con esa presencia que siempre la ha hecho sentir protegida, segura en un mundo lleno de peligros. Ha pasado más de una semana desde que intentó convencerla de regresar, y ahora ambos están juntos, pero ella no puede ser feliz. Extraña a Adolf. Se siente vacía sin él a su lado.
—Mark… —su voz tiembla, un susurro cargado de duda, mientras él la toma entre sus brazos, envolviéndola en un abrazo cálido y reconfortante.
—Te extrañé, Rosa —susurra contra su cabello, apretándola contra su pecho, como si temiera que ella pudiera desvanecerse.
Rosa cierra los ojos, aferrándose a él, intentando convencerse de que todo es real.
—Sí. Esto es real. Tiene que serlo. —repite Rosa dentro de su mente.
¿Pero… dónde está Adolf?
¿Ha regresado a su palacio, a su hogar, sin ningún obstáculo, sin ninguna lucha? ¿Cómo puede ser esto posible?
La confusión y la duda crecen dentro de ella.
—Ven conmigo —Mark la suelta, la toma de la mano y la guía a través del bosque de hadas, un laberinto de luces y sombras—. Hay algo que quiero mostrarte.
Con dudas, Rosa lo sigue, aún ajena a las sombras que susurran advertencias inaudibles a su alrededor, y al hechizo que la mantiene prisionera de la ilusión, un velo de mentiras que nubla su percepción.
Mark la guía de la mano a través del bosque de hadas, un paisaje que se despliega ante sus ojos como un sueño hecho realidad.
Todo es como lo recuerda: los árboles, majestuosos y centelleantes, irradian una luz tenue y mágica; los pequeños espíritus alados, como joyas vivientes, revolotean entre las flores, tejiendo un tapiz de colores y movimientos; y el aroma dulce de la miel, embriagador y familiar, flota en el aire, como un recordatorio constante de que ha regresado a su hogar.
El majestuoso palacio de las hadas, su hogar ancestral, aparece ante ella. Su corazón se llena de una emoción abrumadora.
Las torres de cristal, como agujas de luz, resplandecen bajo la luz dorada del amanecer, y las enredaderas de flores mágicas, con sus pétalos luminosos y susurros de vida, trepan por los muros como si tuvieran voluntad propia. Un abrazo verde y vibrante la recibe de vuelta.