Frente a él, sobre un altar de obsidiana, yace el cuerpo de Silvia. Envuelto en un manto oscuro, su piel es tan pálida como la nieve. A pesar de 30.000 años de letargo, su belleza permanece intacta, aunque su esencia es un eco distante de su antigua gloria.
—Maestra… —murmura Vasco, inclinándose.
Con manos firmes, coloca la Hoja de la Vida sobre su pecho. Un resplandor sutil recorre el cuerpo, como si la hoja reconociera a su dueña.
—No permitiré que duermas más —susurra con devoción.
Vierte la sangre de Rosa sobre la Hoja de la Vida. El líquido dorado se extiende, absorbido lentamente, latiendo como un corazón que despierta. Pero no es suficiente. Silvia permanece inerte.
Vasco, el dios de la luz y señor de la oscuridad, cierra los ojos y alza las manos. La oscuridad de su ser fluye, densa y turbia. Las sombras se elevan, serpenteando por los pilares, envolviendo el altar en un remolino de energía oscura.
—Desde la muerte te llamo, desde la sombra te levanto. Que la sangre divina nutra tu esencia perdida. Silvia, maestra de la guerra, abre los ojos y regresa.
Llamas negras danzan, extendiéndose hacia Silvia. La Hoja de la Vida brilla, absorbiendo oscuridad y sangre.
Silvia aspira con fuerza. Su pecho se alza y sus ojos negros se abren de golpe. Las sombras estallan. Vasco sonríe.
—Bienvenida, mi diosa
Silvia jadea con fuerza, su cuerpo tiembla mientras la oscuridad a su alrededor se disipa. Su mente se agita en un torbellino de recuerdos borrosos, un eco distante de la batalla final que libró hace tanto tiempo.
Sus ojos negros recorren el altar, el resplandor de la Hoja de la Vida centellea aún en su pecho. Vasco la mira con reverencia, sus labios se curvan en una leve sonrisa.
—Silvia… —susurra él, dando un paso hacia ella.
Pero en cuanto intenta acercarse, Silvia se aparta bruscamente. Sus manos temblorosas recorren su propio cuerpo, como si no pudiera creer que está allí, respirando de nuevo.
—¿Qué… qué has hecho? —su voz es áspera, quebrada. Su mirada se oscurece aún más al fijarse en él—. Me trajiste de la muerte… ¿Por qué lo hiciste?
Vasco inclina la cabeza con suavidad.
—Lo hice porque te extraño. Porque eres lo más importante para mí, maestra.
Silvia entrecierra los ojos, con confusión y rabia luchando en su interior. Recuerda su sacrificio. Recuerda el momento en que selló a Adolf con su propia vida.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
Vasco la observa en silencio antes de responder:
—Treinta mil años.
El mundo parece tambalearse a su alrededor.
—No… —susurra, su voz cargada de incredulidad. Sus manos se crispan en puños. Toda su lucha, todo su sacrificio no valió para nada, ella solo quería descansar…
—Y Adolf ha vuelto —continúa Vasco, su voz firme—. El sello no resistió. Está libre.
Silvia siente cómo la ira se enciende en su interior. Un rugido de furia vibra en su pecho.
—¡TÚ NO TENÍAS DERECHO! —grita, sus ojos brillan con un resplandor peligroso.
Antes de que Vasco pueda reaccionar, Silvia se lanza sobre él con una fuerza brutal. Lo toma por el cuello de su túnica y, sin esfuerzo, lo arroja contra la pared con tal violencia que la piedra se quiebra al impacto.
Vasco cae de rodillas, aturdido, pero antes de que pueda levantarse, Silvia se acerca a él con pasos pesados, su aura vibra con una agresividad desconocida.
—¿Me trajiste de vuelta solo para enfrentar a Adolf otra vez? —susurra con un tono helado—. ¡Me sacrificaste por tu egoísmo!
Vasco se limpia la sangre del labio y la mira con calma.
—No, maestra. Te traje de vuelta porque el mundo te necesita.
Silvia lo mira con furia, pero en su interior, algo se rompe.
¿Es realmente él quien la traiciona… o el destino mismo?
Silvia respira con dificultad, su pecho sube y baja rápidamente. Un ardor intenso recorre su garganta, un deseo incontrolable que jamás ha sentido antes.
—Tengo… sed —susurra, llevándose una mano al cuello.
Vasco se incorpora con cautela, aún adolorido por el golpe.
—¿Sed? Maestra, si necesita agua, puedo…
—¡No quiero agua! —grita, su voz reverbera con furia. Sus ojos negros brillan con un resplandor salvaje. —Quiero… quiero algo más.
Sin esperar una respuesta, Silvia gira sobre sus talones y sale disparada del palacio. Su velocidad es abrumadora, y en cuestión de segundos desaparece en la oscuridad de la ciudad.
Vasco frunce el ceño y la sigue con rapidez, pero al llegar a la plaza principal, el horror lo golpea.
Silvia está en medio de las calles, rodeada de cuerpos inertes. Los habitantes de Shai, que hasta hace un momento vivían en paz, yacen desangrados a sus pies.
Con sus manos temblorosas, ella mira la sangre que gotea de sus dedos, la misma que aún siente caliente en su garganta.
—¿Qué… qué hice? —su voz es apenas un susurro quebrado.
Vasco se acerca con calma, evitando hacer movimientos bruscos.
—Tranquila, maestra… Todo se va a solucionar.
Silvia alza la vista, sus ojos están llenos de confusión y miedo. ¿Por qué ha hecho esto? ¿Qué le pasa?
—Volvamos al palacio —le dice Vasco, extendiendo una mano hacia ella.
Silvia no tiene fuerzas para resistirse. Su cuerpo tiembla, su mente se siente fragmentada. Sin decir una palabra, deja que Vasco la guíe de regreso.
De vuelta en el palacio, Vasco se asegura de no mostrarle el cuerpo de Rosa. Ella sigue encerrada en la vasija, sumida en un sueño profundo del que aún no puede despertar.
Silvia, agotada y confundida, se deja caer en un sillón, sus pensamientos enredados en un mar de caos y desesperación.
Vasco la observa en silencio. Todo va según lo planeado.
El palacio de fuego está en completo silencio. Adolf entra en la habitación de Rosa con el ceño fruncido. Algo no está bien.
—Rosa… —llama su nombre, esperando verla en su cama. Pero la habitación está vacía.