El aire en el palacio del fuego pesa como plomo, cargado de una tensión palpable. Adolf, sentado en su trono, escucha con el ceño fruncido a su guardián, Basu, quien tras una larga pausa, se atreve a hablar, con una voz que tiembla ligeramente.
—Mi señor, la situación es peor de lo que imaginamos —informa Basu, con un hilo de voz—. Los informes pintan un panorama dantesco: ciudades enteras convertidas en necrópolis, ríos de sangre que antaño fueron cauces de vida. Hay montañas de cadáveres en todo el planeta Kepler. Alguien o algo los está drenando hasta la última gota de sangre, y lo hace de una forma tan brutal, que he visto a guerreros fuertes, vomitar al ver las escenas.
Adolf, sintiendo una mezcla de rabia e impotencia, aprieta los puños con fuerza, sus nudillos blanquecinos.
—¿Una bestia? —murmura, con un dejo de temor en la voz.
—Así la llaman los sobrevivientes, pero nadie la ha visto con claridad. Solo quedan rastros de destrucción humeante y un hedor metálico a sangre —informa Basu.
Desde un rincón del salón, Rosa escucha cada palabra, una oleada de indignación la inunda, el fuego le recorre las venas. Su corazón retumba con una rabia apenas contenida.
—Esto… esto es una atrocidad —dice con voz firme, aunque baja, poniéndose de pie, y notando que sus manos tiemblan ligeramente.
Adolf la mira con seriedad, su voz cargada de autoridad.
—Rosa, te ordeno que descanses. Tu salud es primordial.
Pero Rosa niega con la cabeza, avanzando con decisión hasta quedar frente a él. La determinación en su mirada hace que el silencio se apodere del salón.
—No. Siento que esto tiene que ver con mi secuestro. Siento que esa criatura arrancó algo de mi alma. Adolf, necesito que me ayudes a detenerla.
Adolf endurece su mirada, escrutándola con intensidad, con duda.
—Rosa, sigues estando débil…
—¡No lo estoy! —exclama ella, dando un paso más hacia él.
Adolf se tensa en el trono al ver la cercanía del hada. Rosa cierra los ojos y toca la frente de Adolf, y en ese momento, Adolf siente un punzante dolor de cabeza, y su visión se pone borrosa.
Un resplandor verde esmeralda los envuelve, una ola de energía que emana de Rosa, expandiéndose como un estallido de luz que inunda el palacio, haciendo vibrar las mismas piedras. Basu retrocede de golpe, observando la escena con asombro.
—¿Qué… qué está pasando? —pregunta Adolf, con un tono de asombro y confusión. La calidez se extiende por su cuerpo, como un río de luz, despertando sensaciones olvidadas.
Rosa respira agitada, con las manos temblorosas.
—No lo sé. Pero desde que me inyectaste tu sangre para salvarme… algo despertó en mi interior, una fuerza latente que creí extinta. Siento un poder inmenso, pero también… una extraña fragilidad. Nunca he sentido poder. Nunca. Pero ahora… ahora lo siento.
Basu da un paso adelante, su voz cargada de reverencia.
—Es ella… la diosa de las hadas —dice con los ojos muy abiertos, como si viera un fantasma—. La leyenda hecha realidad, la diosa que estuvo perdida por millones de años.
El resplandor verde se intensifica, inundando el salón con una sensación de paz que hace que todos los presentes se estremecen, entre ellos el hermano de Adolf, Kay y los reyes del trueno y el viento que habían estado escuchando en silencio.
Adolf y Rosa intercambian miradas cargadas de incredulidad y asombro.
Rosa, aún rodeada por el resplandor verde, baja lentamente la mano de la frente de Adolf y retrocede unos pasos.
—¿Yo? ¿La Diosa de las Hadas? —susurra, con la voz temblorosa, tocando su corazón como si buscara respuestas—. Es imposible. —Retrocede unos pasos, como si huyera de una verdad demasiado grande para ella.
—Mi Reina —proclama Basu, inclinándose profundamente, su voz resuena con una reverencia absoluta—. Su luz siempre ha sido un faro en la oscuridad, inmaculada, incorruptible. Solo usted, la elegida, puede desterrar las sombras que amenazan con consumirnos. —Hace una pausa, y agrega— Solo usted puede detenerla.
Mientras Basu habla, el resplandor verde se intensifica, como si la luz estuviera de acuerdo con sus palabras.
Un murmullo de reverencia recorre el salón, y uno a uno, todos se arrodillan ante ella. Rosa, atónita, siente que el mundo se desvanece. Adolf se levanta lentamente de su trono, observando a Rosa con una expresión que mezcla asombro y duda.
—¿La diosa de las hadas? —repite Adolf en voz baja, como si tratara de asimilar la magnitud de la revelación.
—Yo… no entiendo —murmura Rosa, con la voz quebrada—. ¿Cómo puedo ser la diosa de las hadas? Soy… solamente una pequeña hierba.
Basu la mira con respeto.
—Porque estabas incompleta, mi reina. Una parte de ti, tu esencia divina, permanecía dormida, esperando el momento de despertar. Tal vez fue la sangre de mi señor, un catalizador para tu poder, o tal vez, simplemente, el destino cumpliendo su promesa.
Adolf se cruza los brazos, con su voz autoritaria.
—Si lo que dices es cierto, Basu, entonces Rosa tiene un poder que ni ella misma comprende. Y si esa criatura es tan peligrosa como dices… ¿Estás segura de que quieres enfrentarte a ella?
Rosa alza la mirada, su voz resuena con una determinación inquebrantable.
—No es un deseo, es una necesidad imperiosa. Debo hacerlo. Este es mi destino, el destino que me ha sido arrebatado, pero que ahora reclamo. Si soy la diosa de las hadas, entonces la oscuridad temblará ante mí.
Adolf observa un cambio drástico en su mirada: una chispa de furia helada, un deseo de venganza que le eriza la piel. Esa mirada le produce una sensación de que ella ya no es la misma Rosa que él conoce.
—Siempre he querido ayudar a los demás —continúa Rosa, mirando directamente a los ojos a Adolf—. Pero esta es la primera vez que siento… la liberación, el deseo y el impulso, la valentía para hacerlo, por fin sé cuál es mi propósito en la vida.