En el Reino del Cielo, un lugar donde la luz eterna acaricia cada rincón y la pureza reina sin mancha, los dioses más antiguos se reúnen en el majestuoso Gran Salón Celestial. Columnas de mármol resplandeciente se alzan hacia los cielos, y una calma solemne lo envuelve todo.
El Rey Norcar, el imponente gobernante supremo de Kepler, se sienta en su trono de cristal dorado. La luz celestial se refleja en sus ropajes blancos como la nieve, y un aura de autoridad vibra a su alrededor. Su mirada es seria; sus ojos reflejan la sabiduría de los milenios y el peso de incontables decisiones. Frente a él, su hermano Mark, el Dios de la Guerra, permanece de pie, con los brazos cruzados y una expresión de profundo descontento e impaciencia grabada en el rostro. Su mandíbula tensa revela que lucha por contener su furia.
A su alrededor, varios ángeles y altos consejeros se agrupan en círculos dispersos, murmurando con inquietud. Sus alas tiemblan apenas, como si presintieran una tormenta inminente.
—Las noticias desde la Tierra son alarmantes —declara Norcar con voz grave, que retumba en cada rincón del salón como un trueno contenido—. La exdiosa de la guerra Silvia ha regresado.
El silencio cae como un velo pesado sobre la sala. Algunos dioses bajan la cabeza, abatidos por el recuerdo, mientras otros intercambian miradas llenas de preocupación, e incluso de temor.
—No puede ser… —susurra con voz quebrada uno de los ángeles más jóvenes, dando un paso atrás—. Ella murió hace treinta mil años. Su voz tiembla, como si solo pronunciar el nombre de Silvia trajera consigo un oscuro presagio.
—Sí —interviene Mark, dando un paso al frente, con los puños apretados y la mandíbula rígida—, y ahora no es la misma de antes. Silvia fue una gran diosa, valiente, noble, una guerrera que todos respetábamos. Pero lo que ha vuelto a la vida... es un monstruo. Masacra a inocentes sin piedad, drena su sangre como una bestia hambrienta. Ya no queda nada de la mujer que conocimos.
Un murmullo de horror recorre el salón. Algunos consejeros se santiguan, mientras otros se estremecen al imaginar la escena descrita por el Dios de la Guerra.
—Dicen que esto es obra del dios enmascarado… Lok. Nadie lo ha visto en persona, pero según mis informantes, es cruel y despiadado, un ser que actúa desde las sombras y siembra el caos a su paso. Es peor incluso que el mismísimo Dios del Fuego, Adolf… —dice otro de los dioses, con voz tensa y la mirada fija en el suelo, como si nombrarlos invocara su presencia.
Norcar frunce el ceño; su rostro se endurece como piedra tallada por los siglos.
—Ese maldito... —escupe con rabia contenida—. Ha estado ausente demasiado tiempo. Hace siglos que nadie sabe nada de él. Pero ahora todo tiene sentido. Silvia y Lok… comparten la misma oscuridad. Una oscuridad que corrompe y destruye todo lo que toca.
Sus palabras caen como un rayo en medio del salón. Un escalofrío helado recorre las espaldas de todos los presentes. Incluso la luz eterna del lugar parece atenuarse por un instante, como si temiera lo que acaban de escuchar.
—Mi señor... —interviene uno de los ángeles de más alto rango, inclinando la cabeza con respeto, aunque una chispa de duda arde en sus ojos—. El Dios de la Luz... ha estado ausente desde que Silvia volvió a la vida. ¿No le parece eso… extraño?
El salón queda en silencio. Todas las miradas se vuelven hacia el trono, buscando respuestas. El Rey Norcar cierra los ojos por un instante, como si una verdad terrible comenzara a formarse en su mente.
—Es cierto... ¿Alguien sabe algo de Vasco? —pregunta Norcar, alzando la voz con fuerza, haciendo temblar las columnas del Gran Salón. Su mirada recorre con urgencia los rostros de los presentes, esperando una respuesta.
Un silencio incómodo se instala. Entonces Mark da un paso adelante. Su expresión es sombría, y sus ojos reflejan una mezcla de tristeza y decepción.
—Mi rey… lamento informarle que ni yo, que he sido su mejor amigo desde que nací, sé algo de él. Está desaparecido. —Su voz tiembla apenas, traicionando el dolor que intenta ocultar—. Desde que nací, siempre he llevado una excelente relación con Vasco. Él es como un hermano para mí...
Un murmullo inquieto recorre la sala. El ambiente, ya tenso, se vuelve más espeso.
—Perdone que me entrometa… —interviene con cautela el mismo ángel de alto rango, bajando la cabeza apenas— pero el dios Vasco era muy cercano a la exdiosa de la guerra, Silvia. ¿No será posible que él también tenga algo que ver con todo lo que está sucediendo en el planeta?
Mark, con un rugido ahogado de furia, desenvaina su espada en un relámpago y se la coloca al ángel en el cuello. Sus ojos arden como brasas y su pecho sube y baja con furia contenida.
—¿Cómo te atreves a decir tal calumnia? —escupe—. ¡Eso es imposible! Él jamás… jamás se uniría a la oscuridad. ¡Lo conozco!
—¡Mark, guarda tu espada! —ordena Norcar con autoridad.
Mark aprieta los dientes con rabia, y aunque obedece, lo hace a regañadientes. Guarda la hoja lentamente, sin apartar la mirada llena de desprecio del ángel.
El ángel traga saliva, pero no retrocede. Hay miedo en su interior, sí, pero también convicción.
—Mi señor, si me permite hablar… —dice, inclinándose un poco pero manteniendo la voz firme—, yo pienso que… Vasco es el dios desconocido Lok. Y que… nos ha estado engañando a todos desde hace muchos años.
Un silencio sepulcral cae sobre el salón. Las palabras flotan como veneno en el aire, y el corazón de Norcar late con fuerza bajo el peso de una sospecha que se niega a aceptar.
—Lo que dices es muy grave… —responde Norcar, clavando una mirada penetrante en el ángel, evaluando cada palabra, cada intención oculta tras su acusación.
—Déjeme traerle pruebas, mi señor —replica el ángel superior, inclinándose ante el trono con humildad, ignorando por completo la mirada cargada de odio que Mark aún le lanza como una llama silenciosa.