El hada y el dios del fuego.

Capítulo: 42.

En los límites de las tierras de Adolf, el cielo se viste de un negro enfermizo, como si presintiera la llegada de una calamidad inminente. Las nubes giran lentamente, cargadas de una energía densa y maligna que oprime el alma.

Silvia avanza con paso firme, casi desafiante. Cada huella que deja en la tierra marca el inicio de una pesadilla: el suelo se agrieta, las flores se marchitan, y el aire se vuelve irrespirable. A su paso, las aldeas arden sin misericordia. Las llamas danzan como si celebraran su furia.

Los gritos de los inocentes se apagan en segundos. Sus cuerpos se desploman, pálidos, drenados hasta la última gota. La sed de Silvia es insaciable, y cada vida robada nutre su poder.

Una oscuridad densa la envuelve, girando en torno a ella como un torbellino de energía corrupta. Su aura, antes contenida, ahora se desborda como una tormenta salvaje. Es una espiral de locura, dolor y sangre. Cada latido suyo parece hacer temblar la tierra.

Pero más allá de esa marea de tinieblas, en el corazón ardiente del Reino del Fuego, Rosa se alza. Sus pies descalzos tocan el suelo con firmeza. El viento agita su cabello como si respondiera a su presencia. Sus ojos —dos esmeraldas encendidas— brillan con una determinación férrea.

Su aura, antes suave como el rocío, ahora resplandece con la intensidad de mil luciérnagas verdes, cortando la oscuridad como una espada de luz.

Rosa percibe la corrupción en el aire. El veneno de Silvia, el hedor de muerte, la marca inconfundible de Vasco, el dios de la oscuridad, su amante y cómplice. Pero ya no tiembla. Dentro de ella arde un fuego distinto, uno que no consume, sino que da vida.

Junto a Adolf, se prepara para enfrentar a la sombra. Sus dedos rozan los de él, y una chispa de energía verde y roja se enciende entre ambos. No solo es una batalla de poder… es un enfrentamiento entre la desesperanza y la esperanza. Entre la corrupción y la redención.

Adolf permanece firme a su lado, su figura imponente. Su rostro es una máscara de concentración, los ojos entrecerrados como si pudiera ver más allá del horizonte. El fuego que lo rodea no le teme a la oscuridad; la desafía.

Entonces gira hacia su guardián, Basu, y su voz rompe el silencio con la gravedad de quien sabe que el destino del planeta pende de un hilo.

—Basu, lleva al pueblo al escondite bajo el palacio. Que los resguarden bien… no tenemos suficientes guerreros para protegerlos a todos y luchar al mismo tiempo —ordena Adolf, sin apartar la vista del horizonte cubierto de sombras.

Basu asiente con rapidez. Su rostro está tenso, marcado por la preocupación. Sabe que, si Adolf y Rosa no logran detener a Silvia y a Vasco, ningún refugio será lo suficientemente profundo, ningún muro lo bastante fuerte. La oscuridad que se avecina no perdona.

Mientras los pocos guerreros del reino cierran filas alrededor de los civiles, sus armaduras relucen débilmente con el último resplandor del sol, como si incluso la luz dudara en quedarse. Los niños son guiados con cuidado, los ancianos ayudados a caminar, las madres sostienen a sus hijos con manos temblorosas pero decididas.

En ese caos contenido, Rosa siente el cambio. El aire se espesa, como si una presencia invisible lo oprimiera. Una vibración oscura recorre el suelo, trayendo consigo un zumbido inquietante que se instala en los oídos y en el alma.

Su corazón late con fuerza… pero no por miedo. Es el latido del coraje. Cada célula de su cuerpo responde, se enciende, se prepara. Hay algo en ella que despierta, algo ancestral, algo puro.

—¿Estás lista? —pregunta Adolf, su voz grave pero firme, como una promesa tallada en piedra.

—Lo estoy… —responde Rosa, alzando el rostro hacia el viento que sopla desde el abismo.

La oscuridad se aproxima. Y ellos, de pie uno junto al otro, no huyen. No retroceden.

Son el muro.

El muro que no permitirá que la sombra avance un paso más.

Afuera del castillo de Adolf, Rosa se mantiene de pie. Ya no es la joven indefensa que fue engañada y secuestrada… ahora se muestra poderosa, majestuosa, renacida del dolor como una fuerza imparable.

Luce un pantalón verde ceñido al cuerpo, con una textura que evoca la piel de una serpiente, salvaje y elegante a la vez. Su blusa, igualmente ajustada, abraza su silueta como una segunda piel de naturaleza viva. Su cabello, antes suelto y desordenado, está recogido en una trenza larga que desciende por su espalda, adornada con pequeñas mariposas y hojas verdes que palpitan con vida propia. Cada paso que da, cada movimiento de su cuerpo, invoca la esencia misma de la tierra y la magia antigua de las hadas.

A su lado, Adolf se impone como una sombra en llamas. Vestido completamente de negro, su capa ondea tras él como una extensión de su poder. Su mirada arde con la furia contenida de un dios que ha esperado demasiado tiempo… y que por fin ha decidido actuar.

Basu los observa desde la entrada del palacio. Una reverencia sutil se asoma en sus ojos, no por miedo, sino por respeto absoluto.

—Así es como deben verse dos deidades antes de una gran batalla —murmura, con una mezcla de admiración y esperanza.

Adolf cruza los brazos, su expresión tallada en acero.

—Silvia y Vasco no tienen idea de lo que les espera.

Rosa esboza una leve sonrisa. Cierra el puño con lentitud, y su energía vibra en su interior como un trueno contenido. Verde y brillante, su poder se manifiesta en un destello que ilumina el espacio por un instante fugaz.

—Vamos a acabar con esto —declara con voz firme, más una promesa que una intención.

Y en ese momento, el castillo entero parece contener la respiración, sabiendo que la guerra está por comenzar.

La batalla comienza con un estruendo que sacude los cimientos del Reino del Fuego.

Rosa y Adolf se teletransportan a las afueras del reino. El aire vibra con la presencia de la oscuridad. El cielo, antes iluminado por el resplandor cálido del fuego, se convierte en un manto gris y siniestro, cubierto por una neblina espesa que huele a muerte.




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