Rosa asiente, y en su pecho la furia se enciende como una llama verde. Ya no hay miedo, solo justicia… y un fuego nuevo que nace de su dolor.
Cuando sus ojos se cruzan con los de Silvia, la exdiosa de la guerra suelta una carcajada burlona, un eco afilado que retumba en el aire.
—Así que la pequeña diosa viene a luchar. Qué tierno —escupe, con una voz que gotea veneno.
Rosa no responde. La mira con firmeza, su mirada tan afilada como una hoja sagrada.
Silvia inclina la cabeza con diversión perversa.
—Debería darte las gracias, ¿sabes? —dice, avanzando un paso con gracia enfermiza—. Sin tu sangre, seguiría pudriéndome en el olvido. Pero gracias a tu nobleza… y tu estupidez, estoy aquí. Más fuerte que nunca.
Un escalofrío recorre la espalda de Rosa, como si mil agujas heladas le rozaran la piel.
—No solo eso —continúa Silvia, con una sonrisa cruel que deja ver sus colmillos manchados de sangre—. Cuando acabe contigo, drenaré hasta la última gota de tu sangre. Así nunca volveré a morir. Me convierto en algo más que una diosa de la guerra… soy eterna. Imparable. Divina.
—Jamás te lo permitiré —susurra Rosa, y su voz, aunque baja, retumba con una fuerza antigua. Siente cómo su poder crece, vibrando en cada célula, en cada suspiro.
Silvia ríe de nuevo, una risa rota, amarga, que hiere como cuchillas.
—Tampoco creíste que podríamos engañarte… pero aquí estás, ¿verdad? Perdida en tus ilusiones, ciega de amor.
Las palabras caen sobre Rosa como látigos incandescentes, quemando su orgullo, su corazón.
—Te engañaron, pequeña —continúa Silvia, con una mirada envenenada—. Creíste que estabas con tu amado Mark… cuando en realidad era Vasco, robándote todo lo que tenía valor. Qué fácil es jugar contigo.
Los dedos de Rosa se crispan. Un leve temblor recorre su mano cerrada.
—Calla…
—¿Por qué? ¿Duele la verdad? Duele saber que te usaron como una niña tonta, y que por tu culpa yo estoy aquí… renacida, más poderosa que nunca.
Rosa no responde. No hay palabras suficientes para nombrar lo que siente. En su interior, algo explota con una fuerza incontenible. Un grito silencioso se libera desde su alma.
Su aura verde estalla, crece en espirales brillantes y vivas, rodeándola como un torbellino de luz ancestral. La tierra bajo sus pies tiembla. El aire vibra. Las hojas que adornan su trenza se iluminan, flotan a su alrededor como guardianas, mientras sus ojos se vuelven dos esmeraldas llameantes.
La diosa despierta.
Silvia sonríe con satisfacción, sus ojos brillando con locura.
—Eso es… vamos, muéstrame lo que puedes hacer, pequeña diosa.
Sin esperar más, se lanza al ataque.
El campo de batalla se convierte en un torbellino de caos y poder desatado. Rosa y Silvia chocan con una fuerza devastadora. Cada impacto desata ondas de luz verde y oscuridad púrpura que sacuden el suelo y resquebrajan el cielo. Las mariposas de luz que rodean a Rosa giran como cuchillas vivas, mientras el aura sombría de Silvia se retuerce como serpientes enloquecidas.
Al mismo tiempo, Adolf y Vasco libran una batalla feroz. Llamas abrasadoras contra sombras indomables. Rugidos de poder chocan en el aire como truenos. El fuego se curva en espirales demoníacas, mientras la oscuridad se desliza como tinta viviente, tratando de devorarlo todo.
Y entonces, un estruendo retumba en los cielos como si los dioses mismos abrieran las puertas del firmamento.
Desde las alturas, una luz dorada irrumpe como una tormenta celestial. Alas gigantescas, hechas de pura energía, surcan los cielos. Un ejército de ángeles desciende, sus armaduras resplandecientes brillando como soles en miniatura.
Al frente, Norcar —el majestuoso rey del planeta Kepler— y su hermano Mark, el Dios de la Guerra, contemplan el campo de batalla con rostros implacables.
—¡Ataquen al ejército de muertos! —truena Norcar, su voz como un latido divino que sacude montañas.
Los ángeles se lanzan en picada, estallando contra las filas de momias reanimadas. Las criaturas, que hasta entonces se mueven como una plaga imparable, comienzan a arder. Sus cuerpos resecos se quiebran y desintegran bajo el poder de la luz sagrada, como hojas secas atrapadas en el fuego del juicio.
Pero lo que más sorprende a Norcar y a Mark no es el ejército de muertos… es ella.
Rosa, en el centro del campo, envuelta en una luz verde brillante, lucha de igual a igual contra Silvia —la exdiosa de la guerra—.
Mark entrecierra los ojos, su corazón da un vuelco.
—¿Esa es… Rosa?
Norcar asiente lentamente, la seriedad en su rostro se transforma en asombro.
—No… esa ya no es solo Rosa. Esa… es la diosa de las hadas en su forma plena.
Ella ya no es la misma joven a la que despreciaron y acusaron de traidora. Su cabello trenzado resplandece con destellos de luz verde, y su cuerpo está envuelto en una energía que jamás han presenciado. Se mueve con una gracia feroz, como si cada paso fuera guiado por el espíritu mismo de la naturaleza.
Norcar siente un nudo en la garganta.
—Era ella… todo este tiempo —susurra, con los ojos abiertos de asombro.
Mark, a su lado, aprieta los puños, su expresión marcada por el arrepentimiento.
—Ni siquiera lo imaginamos…
Norcar cierra los ojos por un instante, los recuerdos del pasado golpeándolo como una ola.
—La ataqué sin darle oportunidad de defenderse… la llamé traidora sin conocer la verdad.
Mark asiente lentamente, con pesar en la voz.
—Por eso nunca obtuvo ningún poder cuando cruzó las puertas mágicas… No porque no lo mereciera, sino porque tú la apartaste. La rechazaste —murmura Mark, con la voz quebrada.
Un silencio sagrado se apodera del lugar mientras ambos la observan.
La joven que una vez fue acusada y humillada… ya no existe.
Ante ellos se yergue algo más grande, más poderoso, más luminoso.
Ya no es la víctima.