El hada y el dios del fuego.

Capítulo: 45.

El campo de batalla yace en ruinas. El suelo, antes cubierto por un manto de oscuridad, ahora brilla tenuemente con un resplandor verde que palpita como el eco de una esperanza perdida.

Adolf, con la mirada vacía y el corazón hecho trizas, camina lentamente hacia el lugar donde Rosa ha desaparecido.

No queda rastro de ella…

Excepto por algo.

Justo en el centro de la devastación, una pequeña semilla de tono verde y luminiscente reposa, quieta, sobre la tierra húmeda.

Adolf se arrodilla frente a ella y la toma con infinita delicadeza, como si sujetara entre sus dedos el último aliento de un mundo.

—¿Qué es esto…? —susurra con voz temblorosa.

La semilla arde con una calidez suave en su palma, como si una vida aún latiera dentro de ella.

—Esa es su esencia —dice una voz serena.

Adolf se gira. Norcar se acerca entre los restos humeantes del campo, con paso firme.

—Esa semilla es Rosa. Su esencia no se ha desvanecido... tan solo ha adoptado una nueva forma, como la vida que reposa en el corazón de la tierra antes de florecer.

A su lado, Mark contempla la diminuta esfera luminosa, con los ojos abiertos de par en par, mezcla de asombro y emoción contenida. Por un momento, el tiempo parece detenerse a su alrededor.

—Si esa semilla germina —susurra, con un destello de esperanza temblando en su voz—, Rosa podría renacer… como lo hace la primavera tras el crudo invierno.

Mark se aproxima un poco más, como temiendo quebrar aquel milagro con solo respirar.

—Volverá… —dice al fin, con convicción renovada—. Estoy seguro de ello. Ella nunca se ha rendido… y no lo hará ahora.

Adolf, sin apartar la mirada, cierra su puño alrededor de la semilla con una mezcla de ternura y determinación. El calor que irradia le recuerda que no todo está perdido.

—No permitiré que se apague su luz —murmura, con voz baja pero firme—. La protegeré… incluso si debo enfrentar al mismo universo para lograrlo.

Norcar alza sus manos hacia los cielos.

—Es hora de limpiar esta tierra del caos que la ha consumido.

Desde el Reino del Cielo, los ángeles elevan cantos sagrados e invocan una gran lluvia.

Las nubes se congregan con solemnidad, y pronto, las primeras gotas comienzan a caer sobre el campo de batalla, como lágrimas de redención.

El agua, pura y celestial, arrastra la oscuridad.

Los cuerpos de los muertos vivientes se desintegran en el barro sagrado.

Las sombras invocadas por Martín se desvanecen como humo al viento.

Y por primera vez en siglos, el planeta Kepler vuelve a respirar.

Adolf mira la semilla en su mano y jura en silencio:

—Te traeré de vuelta, Rosa. No importa cuánto me cueste.

Bajo la lluvia purificadora que cae como bendición desde los cielos, Norcar se acerca a Adolf.

Ambos dioses permanecen en silencio, dejando que el sonido de las gotas y el aroma de la tierra mojada llenen el espacio entre ellos. Observan la semilla como si en ella reposara la última esperanza del universo.

No son enemigos en ese momento. No después de lo que Rosa ha hecho. Su sacrificio ha quebrado cadenas invisibles y ha abierto una grieta en siglos de odio.

Norcar extiende su mano hacia Adolf, con solemnidad.

—Durante siglos hemos peleado. Hemos derramado sangre sin sentido, creyendo que era lo correcto… que era necesario.

Adolf lo mira fijamente, los ojos aún húmedos, pero firmes, con la semilla resguardada en su palma como un tesoro irremplazable.

—Ella quería paz —dice en voz baja, como si temiera que romper el silencio fuera una traición a su memoria.

Norcar asiente con pesar, y su mirada se pierde en el horizonte, donde la lluvia comienza a disipar las últimas sombras que cubren el campo de batalla. El viento arrastra el eco de la tragedia, pero también de una esperanza naciente.

—Honremos su sacrificio —declara, con voz grave—. Pongamos fin a esta guerra absurda. Juremos proteger este planeta, no ser quienes lo destruyan.

Adolf duda por un instante. Sus ojos se clavan en los de Norcar, buscando una verdad más allá del dolor. Finalmente, asiente y toma su mano con firmeza.

—Desde hoy, no habrá más guerra entre el fuego y el cielo —proclama, con una determinación que arde en su voz.

En el instante en que sus manos se unen, un resplandor dorado —ardiente como el fuego y puro como la luz celestial— los envuelve. Es el fuego del juramento, la llama de un nuevo pacto. Ese brillo asciende hacia el firmamento, alzándose como un estandarte invisible que sella la promesa entre ambos dioses. Un nuevo amanecer comienza a nacer sobre las cenizas del pasado.

Mark, quien observa la escena desde una roca a pocos pasos de distancia, esboza una pequeña sonrisa melancólica.

—Rosa estaría orgullosa de ustedes.

Ambos dioses asienten, sintiendo el peso de sus actos pasados y la responsabilidad de lo que viene. Saben que, aunque la batalla ha terminado, su verdadera misión apenas comienza.

Adolf mira la semilla una vez más. El calor en su mano sigue ahí… débil, pero constante, como un latido lejano.

—Ahora debemos traerla de vuelta —dice, con una nueva determinación en la voz.

Norcar coloca una mano en su hombro, en un gesto de hermandad y promesa.

—Lo haremos juntos.

El viento sopla suavemente, como si el mismo planeta Kepler hubiese escuchado su juramento. Las nubes comienzan a disiparse, revelando un cielo claro, teñido de esperanza.

Adolf cierra los ojos un momento, aferrándose al calor de la semilla, sintiendo que Rosa aún lo guía, aún lo escucha.

—Debe haber una forma… —murmura, apretando el puño con fuerza, protegiéndola con el alma.

—La hay —responde Norcar, con una seguridad que no deja lugar a dudas—. Y encontraremos el camino.

Adolf y Mark lo miran con expectación, como si de sus labios pudiera salir la única esperanza que les queda.

—¿Conoces a Sama, verdad? —pregunta Norcar, con un tono más bajo, casi reverente.




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