El hada y el dios del fuego.

Capítulo: 46.

El espacio los envuelve como un manto infinito. Adolf y Mark surcan el vacío estelar en un rayo de energía, dejando atrás Kepler y todo lo que conocen. En su interior, solo un pensamiento vibra con fuerza: Rosa debe volver.

El viaje a Urano transcurre veloz gracias a la guía de Norcar, pero en cuanto entran en la atmósfera del planeta, el cambio los sacude. Un frío intenso los envuelve como una ola invisible. La luz del sol es tenue, filtrada por densas nubes azul oscuro que cubren el cielo perpetuamente.

Los vientos gélidos soplan como susurros helados, cargados de antiguos secretos.

Adolf frunce el ceño y observa el terreno bajo sus pies: hielo cristalino, montañas de escarcha y lagos congelados. Nada se mueve. El planeta parece dormido… pero él sabe que algo antiguo y poderoso los observa desde las profundidades.

—Este lugar... no está muerto —murmura Mark, mirando a su alrededor con cautela—. Está esperando.

Adolf asiente.

—Vamos a encontrarla. Cueste lo que cueste.

Urano es un planeta majestuoso, envuelto en brumas celestes y con océanos interminables de un azul profundo. En el horizonte, se alzan estructuras cristalinas que reflejan la luz como si fueran hechas de hielo puro. El cielo, de un tono azul verdoso, brilla con luces danzantes similares a auroras, creando un espectáculo hipnótico que se extiende hasta donde alcanza la vista.

Los habitantes del planeta son altos y esbeltos, de piel azul traslúcida y ojos luminosos como estrellas. Su andar es ligero, casi como si flotaran sobre la tierra sin perturbarla. Llevan túnicas plateadas y doradas que ondean con gracia al ritmo del viento helado que recorre cada rincón del planeta.

El Rey Simeón

Sentado en su trono de cristal azul, Simeón impone respeto con su sola presencia. Su piel es blanca como la nieve perpetua de las cumbres de Urano, sus ojos resplandecen como zafiros pulidos, y su cabello azul oscuro cae en ondas sobre su espalda, moviéndose con elegancia como si tuviera vida propia. Viste una túnica negra con detalles dorados, reflejo de su rango y de la mezcla de sabiduría y fuerza que lo define.

Cuando Adolf y Mark pisan el suelo de Urano, el aire cambia. Una vibración recorre el terreno cristalino, alertando a las fuerzas del lugar. En cuestión de segundos, un grupo de soldados los rodea, apuntándolos con largas lanzas de energía azulada que crepitan con poder.

—¡Intrusos! —grita uno de los guardianes con autoridad.

Adolf y Mark alzan las manos lentamente, mostrando las palmas abiertas en señal de paz.

—No venimos a luchar —declara Adolf con firmeza—. Venimos en busca de ayuda.

Los soldados no bajan sus armas, pero intercambian miradas nerviosas.

—Nadie entra a Urano sin permiso del rey —responde el mismo guardián.

—Entonces llévennos con él —interviene Mark—. Traemos un mensaje que puede cambiar el destino de más de un mundo.

Un silencio tenso se apodera del lugar. Finalmente, uno de los guardianes asiente.

—Sigan nuestros pasos. Pero si hacen algo sospechoso, sus cuerpos se convertirán en estatuas de hielo eterno.

Adolf y Mark se miran con determinación.

—Aceptamos las condiciones —dicen al unísono.

Escoltados por una fila de soldados armados, caminan hacia el corazón de Urano… rumbo al palacio del rey Simeón.

Al llegar, más soldados aparecen desde los pasillos laterales, apuntándolos con armas relucientes hechas de cristal energizado. La atmósfera se vuelve densa, casi eléctrica.

—No venimos a causar problemas —repite Mark, alzando ambas manos—. Buscamos a Sama.

El nombre de la Guardiana pesa en el aire. Un murmullo se propaga entre los soldados como un relámpago de incertidumbre. Uno de ellos, con una armadura más ornamentada, se gira rápidamente y corre hacia las profundidades del palacio, dejando tras de sí una estela de tensión.

Minutos después, con pasos marcados por el eco, una comitiva escolta a Mark y Adolf por un corredor flanqueado por columnas talladas con símbolos antiguos. Las paredes de cristal vibran con energía contenida, como si el propio palacio supiera lo que ocurre.

Son conducidos hasta un vasto salón, coronado por una cúpula translúcida desde donde se filtra la luz turquesa de Urano. En el centro, sobre un trono tallado en cristal azul, se encuentra Simeón, el Rey de Urano.

Su presencia impone respeto. Alto, sereno y con una mirada que atraviesa como el hielo, los observa en completo silencio hasta que su voz resuena, profunda y solemne:

—¿Qué buscan en mi reino?

Adolf da un paso al frente con determinación.

—Venimos en busca de Sama —dice sin rodeos—. El planeta Kepler está en peligro, y solo ella puede ayudarnos.

Los ojos de Simeón se entrecierran. Por un instante, parece contener un suspiro.

—Sama renunció a su antigua vida hace siglos —responde con voz fría—. Ahora es mi reina, mi esposa y madre de mis hijos. No interferirá en asuntos que ya no le pertenecen.

Mark aprieta los puños y lanza una mirada a Adolf. Luego, alza la voz con convicción:

—Pero ella es la única que puede salvar a Rosa, la diosa de las hadas.

El nombre detona una chispa inesperada en Simeón. Su ceño se frunce, titubea, y su boca se entreabre.

—¿Rosa...? —murmura, como si el nombre despertara un recuerdo enterrado.

Pero antes de que pueda decir algo más, una voz femenina y melodiosa rompe el silencio con la fuerza de un susurro inquebrantable:

—Déjalos hablar, Simeón.

Todos giran hacia el umbral del salón.

Sama, la Guardiana del Árbol de la Vida

La mujer que emerge del umbral camina como si el tiempo mismo la respetara. Sama. Su presencia emana serenidad y una autoridad imposible de ignorar. Su larga cabellera marrón flota detrás de ella, movida por una brisa invisible. Sus ojos marrones brillan con una sabiduría que parece observar más allá del presente, como si pudiera ver las raíces del pasado y las ramas del futuro.




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