El hada y el dios del fuego.

Capítulo: 48.

Mark, Adolf y Simeón por fin llegan al planeta Kepler. Sin demora, se dirigen rápidamente al reino de las hadas, impulsados por un presentimiento que les oprime el pecho.

Pero al llegar, un estremecimiento recorre sus cuerpos como una ola helada que les atraviesa el alma.

El reino, que alguna vez fue un paraíso resplandeciente colmado de vida, luz y magia, yace ahora sumido en un profundo letargo. Las flores no florecen; sus pétalos marchitos cuelgan con melancolía. Los ríos, antes cantarines, guardan un inquietante silencio, y el viento apenas osa moverse, como si temiera romper la quietud sagrada.

El cielo sobre el reino ha perdido su fulgor; aquel brillo dorado que lo cubría como un manto divino es solo un recuerdo lejano. No hay cantos, ni risas, ni el delicado zumbido de la magia suspendida en el aire.

Mark observa los grandes árboles sagrados, su rostro endurecido por la preocupación.

—Es como si el reino estuviera… esperando algo —murmura en voz baja.

Adolf aprieta los puños, con la mirada llena de fuego.

—Esperando a su diosa.

Sama da unos pasos al frente, con la expresión bañada en nostalgia.

—La conexión entre una diosa y su reino es absoluta. Sin Rosa aquí… todo queda en pausa. Todo se detiene con ella.

Simeón, siempre analítico, guarda silencio mientras examina cada rincón del ambiente apagado.

—Esto es más grave de lo que pensamos. Si el reino entero cae en este estado de inercia… significa que Rosa aún mantiene un lazo con este mundo, aunque esté lejos o dormida.

Adolf alza la mirada, una chispa de esperanza brilla en sus ojos.

—¿Qué insinúas?

Sama esboza una leve sonrisa.

—Que no está completamente perdida.

Adolf da un paso al frente, el corazón latiéndole con renovado fervor.

—Entonces hay esperanza.

Sama se vuelve hacia él con gesto solemne y extiende una mano.

—Adolf, entrégame la semilla.

Adolf vacila un instante antes de sacar la pequeña semilla verde y resplandeciente que encontró en el lugar donde Rosa pereció.

—¿Será suficiente?

Sama asiente con firmeza, sus ojos brillan con determinación.

—Sí, pero solo si la llevamos al único lugar donde puede renacer.

Mark frunce el ceño, comprendiendo de inmediato.

—El Árbol de la Vida.

Sama confirma con un leve movimiento de cabeza.

—Y ese árbol está dentro del Palacio de las Hadas.

Sama cierra la mano con fuerza alrededor de la semilla y mira hacia el palacio que se alza, majestuoso y solitario, a lo lejos.

—Entonces no hay tiempo que perder. Vamos.

Con la semilla de Rosa en sus manos, el grupo avanza entre la tristeza dormida del reino, llevando con ellos la única esperanza de devolverle la vida a su diosa… y al mundo.

Al cruzar las puertas del Palacio de las Hadas, un silencio espeso y asfixiante los envuelve como un manto invisible.

El interior del palacio, que antaño fue un lugar de luz deslumbrante y vibrante belleza, yace ahora sumido en la penumbra.

Las flores que decoran las columnas y pasillos, que alguna vez estuvieron vivas con colores imposibles, cuelgan marchitas; sus pétalos caen como lágrimas secas.

El aire es denso, inmóvil, cargado de una magia que ya no danza, sino que duerme profundamente, suspendida en el tiempo.

Adolf camina con paso firme, decidido, sin detenerse a contemplar la decadencia a su alrededor.

—No podemos permitir que esto continúe —dice con un tono que arde como su fuego interno.

Sama lo sigue, guiándolos hacia la sala más sagrada del palacio: la cámara donde el corazón del reino late… o solía latir.

En el centro, envuelto por raíces antiguas y muros adornados con enredaderas que cuelgan como recuerdos, se yergue el Árbol de la Vida.

Pero ya no es el símbolo de gloria que una vez irradió poder dorado.

Su corteza, que antes era brillante y suave como cristal, está agrietada. Las hojas, sin color, caen como cenizas, y el tronco, aunque aún erguido, parece al borde del colapso.

Mark aprieta los puños; el dolor se refleja en su rostro.

—Está muriendo… igual que el reino.

Sama se acerca con reverencia, coloca una mano sobre la corteza áspera y agrietada, y cierra los ojos.

—Este árbol… es la fuente de toda la vida en este mundo. Si muere, todo lo demás morirá con él… Pero también es la única puerta para que ella regrese.

Adolf da un paso adelante, observa la semilla que brilla débilmente en la palma de la mano de Sama.

—Entonces no tenemos opción.

Sin vacilar, alza su espada envuelta en llamas sagradas y la hunde con fuerza en el tronco del árbol.

Un estruendo resuena como un trueno dentro del palacio, y las raíces vibran con fuerza.

El tronco comienza a abrirse lentamente, revelando una grieta luminosa, como si el mismo corazón del árbol se dispusiera a recibir lo que está por venir.

Sama le entrega la semilla a Adolf y luego alza las manos. Con un gesto delicado, su magia verde fluye entre las raíces, que se separan suavemente, formando un espacio perfecto en el interior del árbol.

Adolf contiene la respiración y, con delicadeza, coloca la semilla dentro del núcleo palpitante.

Mark observa en silencio, con una mezcla de temor y fe, mientras las raíces envuelven la semilla como un abrazo materno.

Sama comienza a recitar palabras antiguas, un idioma olvidado que solo los dioses aún comprenden.

Un viento cálido y suave recorre la sala, y por un instante… parece que el tiempo vuelve a moverse.

Las raíces empiezan a moverse por sí solas, como si una voluntad antigua despertara en su interior. Se deslizan con una suavidad casi maternal, envolviendo la semilla en un abrazo cálido y protector, como si reconocieran la esencia dormida que albergan.

Adolf retrocede un paso; una punzada de emoción le oprime el pecho.

—Rosa… —murmura, con la voz entrecortada, como si su alma la llamara.




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