El hada y el dios del fuego.

Capítulo: 49.

Todas las mañanas, antes de que el primer rayo de sol pinte el horizonte, Adolf abandona el Reino de las Hadas y se traslada hacia su propio reino, donde la vida aún palpita y las flores no están marchitas por el dolor.

Allí, en medio del silencio del amanecer, se arrodilla junto a las plantas aún dormidas. Con una delicadeza reverente, recoge las gotas de rocío que cuelgan como perlas sagradas de sus hojas, cuidando de no alterar su pureza.

Las deposita con sumo cuidado en un odre de madera, como si guardara la esencia misma del alba. Luego regresa al Palacio de las Hadas y, sobre la grieta donde yace la semilla de Rosa, vierte el agua gota a gota, con una ternura casi sagrada… como si cada gota llevará consigo una oración silenciosa y la esperanza de un milagro.

Cada noche, bajo el amparo de las estrellas, hierve con precisión la Flor Pendiente de la Reina. Sus pétalos, aún tibios del sol del atardecer, se abren en el agua, liberando una fragancia dulce y nostálgica que llena el aire. Adolf vigila cada hervor, cada suspiro de la infusión, asegurándose de que sea perfecta.

Rosa no puede oírlo… no del todo. Pero él le habla, como si su voz pudiera atravesar el velo que la separa del mundo.

—Regresa, Rosa… este mundo aún te necesita. Yo… te necesito.

Los días transcurren, marcados por rituales de esperanza y una persistencia casi sagrada. El Reino de las Hadas yace sumido en un sueño profundo, con sus jardines resecos, sus árboles inmóviles y sus flores apagadas, como si el alma del bosque hubiera sido arrancada.

Pero en medio de esa quietud desoladora, una certeza arde en los corazones de quienes luchan: ese letargo no será eterno. Sin embargo, también saben que el tiempo corre, y que si no logran devolverle la vida a Rosa, la diosa de las hadas, no solo el reino, sino todo el planeta Kepler, terminará marchitándose en una muerte silenciosa e irreversible.

Entonces, con el paso del tiempo, la semilla comienza a cambiar.

Primero, una brizna de vida se asoma tímidamente, un tallo verde como el amanecer tras la tormenta. Luego, aquel brote se alza esbelto, orgulloso, vistiendo hojas doradas que captan y devuelven la luz de la luna con un brillo etéreo, como si fueran espejos del alma.

Una flor dorada se abre con lentitud, pétalo por pétalo, revelando un fulgor interior que parece latir. No es solo una flor… es una promesa.

El árbol, antes moribundo, comienza a renacer. Su tronco se endereza, las grietas sanan, y sus hojas, una a una, recuperan su verde antiguo. Una melodía silenciosa, imposible de oír pero fácil de sentir, parece brotar de su interior.

Entonces, en la última noche, cuando la luna está en lo más alto, sucede.

Las raíces vibran como cuerdas tensas, el suelo gime bajo sus pies, y una luz verde —intensa y serena a la vez— se enciende en lo profundo de la sala, envolviéndolo todo con su calor vivificante.

Adolf despierta con el corazón acelerado, sintiendo el llamado. Corre hacia el Árbol de la Vida… y se detiene en seco.

Donde antes estaba la flor, ahora yace una figura humana, envuelta por las raíces como si hubieran tejido un lecho sagrado. Su piel es luz, su cabello cae en ondas doradas, esparcido como hilos de sol dormido.

Adolf siente cómo el aliento se le escapa del pecho.

—Rosa…

Rosa duerme plácidamente, envuelta en el silencio cálido del árbol que la ha resguardado. Él la deja descansar, contemplándola con una mezcla de alivio y devoción.

Cuando el primer rayo de luz toca su piel, ya en el amanecer, sus párpados tiemblan suavemente. Luego, como si despertara de un sueño que roza las fronteras de la eternidad, abre los ojos.

Por un instante, su mirada vaga sin rumbo, perdida entre los ecos de dos mundos. Pero entonces lo ve. Y en ese preciso instante, su rostro se ilumina con una ternura infinita, como si el tiempo y el dolor hubieran sido solo un puente para volver a encontrarse.

Sin pensarlo, se levanta y se lanza a sus brazos.

Adolf la sostiene con fuerza, como si al soltarla pudiera desvanecerse de nuevo. Cierra los ojos y deja que las lágrimas caigan sin resistencia.

—Pensé que te había perdido para siempre…

Rosa acaricia su rostro con suavidad, sonriéndole como si el universo hubiera vuelto a tener sentido.

—Estoy aquí… y esta vez, no me iré.

El Árbol de la Vida ha cumplido su propósito.

La diosa ha vuelto.

Cuando Rosa abre los ojos y abraza a Adolf, el mundo parece contener la respiración. Todo queda en un silencio reverente, como si el mismo planeta esperará el siguiente latido.

Entonces, el Árbol de la Vida brilla. No con una simple luz, sino con la intensidad de un sol esmeralda, irradiando poder desde el corazón del palacio. Su fulgor envuelve cada rincón, cada piedra, cada brizna de aire.

Y sucede lo impensable.

Una oleada de luz dorada surge de las raíces, brotando como una ola viva que se expande más allá del tiempo y del espacio.

Las flores que han muerto después de que Rosa se sacrificara por el planeta vuelven a florecer con un estallido de colores.

Las enredaderas secas se alzan, extendiendo sus hojas frescas hacia el cielo.

Los árboles del Bosque Sagrado, quebrados y silentes, recuperan su gloria. Sus troncos se enderezan con dignidad, sus ramas se cubren de hojas nuevas que cantan con el viento.

Los ríos, dormidos en su tristeza, rompen sus cadenas y comienzan a fluir con un rugido de júbilo. Su agua es cristalina, viviente, como si llevara dentro la risa de Rosa.

El cielo, que llevaba días encapotado por la sombra, se despeja con un suspiro, dejando que la luz solar se derrame a través de los vitrales del palacio. Los haces de colores bailan en las paredes, creando un espectáculo de esperanza.

Fuera del palacio, el milagro se extiende.

Las criaturas mágicas despiertan de su letargo. Las abejas, resplandecientes, alzan el vuelo con risas cristalinas, danzando en el aire como chispas de vida.




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