El hada y el dios del fuego.

Epílogo.

Los años transcurren en paz, y el planeta Kepler florece como nunca antes. La vida renace en cada rincón, y el aire resplandece con esperanza.

En el Reino de las Hadas, bajo la sombra protectora del majestuoso Árbol de la Vida, un grupo muy especial se reúne esta mañana. El ambiente rebosa de risas, magia, y una calidez que solo el amor verdadero puede crear. La luz del sol se cuela entre las hojas doradas, bañando el claro con destellos de vida.

Rosa, vestida con una túnica blanca que resplandece como si estuviera tejida con hilos de aurora, sostiene en sus brazos a un pequeño bebé. Sus ojos brillan con la intensidad del fuego eterno, pero su sonrisa es serena como la luz de la luna sobre un lago tranquilo. El niño se llama Elion, un nombre antiguo que significa “el más alto” o “divinidad suprema”.

Adolf permanece a su lado, con una mano protectora sobre su hombro y la otra acaricia con ternura la cabecita de su hijo. Sus ojos ardientes, alguna vez llenos de furia, se suavizan al contemplarlo, como si en esa pequeña criatura hallara la armonía entre su pasado caótico y el porvenir luminoso.

—Tiene tu fuerza… —susurra Rosa.

—Y tu luz —responde Adolf con orgullo, mientras sus dedos dibujan una caricia invisible en la mejilla del niño.

A poca distancia, Sama observa la escena con los ojos humedecidos por la emoción, mientras su hija Iskar, la joven de cabellos azules como el cielo en calma, juega entre las flores con su pequeña en brazos. Amarilia ríe con dulzura al sentir las caricias de los pétalos danzando en el viento.

Mark está sentado junto a ellas, su brazo rodea la cintura de Iskar con amor y protección. Ahora es el dios de la paz, y su mirada irradia una serenidad tan profunda que quien la encuentra, se aquieta al instante. Simeón, sentado a su lado, ríe con dulzura mientras narra una historia antigua sobre constelaciones vivas y la magia olvidada del cielo.

Todos se reúnen bajo el Árbol de la Vida para compartir un desayuno celestial. Frutas mágicas flotan sobre la mesa como estrellas suspendidas, flores multicolores cantan melodías suaves, y el viento susurra antiguas leyendas al oído de quienes saben escuchar.

—Mira lo que hemos construido —dice Rosa, mirando a su alrededor con el corazón henchido—. Después de tanta oscuridad… estamos aquí. Unidos.

Adolf la envuelve por la cintura, acerca sus labios a su frente y besa con reverencia la fuente de su luz.

—Porque el amor siempre encuentra la forma de vencer.

El pequeño Elion ríe, como si entendiera el peso de esas palabras, y una chispa de fuego verde estalla en sus manitas, danzando como luciérnagas en el aire.

Sama lo observa con ternura y dice con voz profética:

—Será un gran protector de Kepler.

—Y nunca estará solo —añade Mark con firmeza—. Estaremos con él. Siempre.

En ese instante, el Árbol de la Vida deja caer una de sus hojas doradas, símbolo de bendición, esperanza y nuevos comienzos. La hoja desciende con suavidad, se posa en el pecho del pequeño Elion y brilla con una luz que late como un corazón. Es el libro vivo de su destino. Un destino prodigioso.

Rosa, Adolf, Sama, Mark, Simeón e Iskar se miran, como si compartieran un secreto ancestral, y sonríen.

El futuro está lleno de promesas.

Y la historia apenas comienza.




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