En el corazón de un bosque tan antiguo como los primeros suspiros de la tierra, donde los árboles alzaban sus brazos desnudos al cielo como si imploraran perdón a las estrellas, vivía Alyss.
Su hogar, un castillo olvidado por el tiempo, se alzaba como una herida oscura en medio de la espesura.
Allí, entre muros de piedra cubiertos de musgo y ventanas que lloraban gotas de lluvia incluso en días despejados, Alyss pasaba sus días rodeada de libros de magia y el eco del silencio.
Era una hechicera poderosa, temida por muchos y amada por nadie, una flor que florecía en la sombra, lejos de cualquier mirada.
El bosque era su único compañero, un amante frío y distante que susurraba su nombre con el viento y le regalaba el consuelo de su soledad.
Cada paso que daba sobre la tierra cubierta de hojas secas resonaba como un grito en la quietud, recordándole que su existencia era una melodía incompleta, carente de armonía.
Su corazón, aunque fuerte, se sentía como una jaula vacía, un eco de lo que alguna vez pudo haber sido.
Todo cambió el día que lo vio.
Había ido al mercado de un reino vecino, oculta bajo una capa negra que envolvía su figura como un velo de sombras.
Las calles estaban llenas de vida: comerciantes que gritaban sus ofertas, niños que corrían entre los puestos, aromas de pan recién horneado y especias que llenaban el aire. Pero para Alyss, todo aquello era como un murmullo distante, un mundo al que no pertenecía.
Y entonces lo vio.
Él estaba en el centro de la plaza, rodeado de una multitud que lo alababa como si fuera un dios. Su cabello dorado brillaba bajo la luz del sol como una corona de fuego, y sus ojos, de un azul profundo, parecían contener el cielo entero.
Vestía una armadura ligera que reflejaba la luz con destellos de plata, y su sonrisa era tan brillante que parecía capaz de iluminar incluso los rincones más oscuros del mundo.
Era Kael, el guerrero más admirado del reino, un símbolo de valentía y fuerza, el protector de los inocentes y el objeto de deseo de muchas chicas. Pero lo que atrapó a Alyss no fue su belleza, ni su fama, ni siquiera su carisma. Fue su soledad.
Bajo toda aquella adoración, en el brillo de sus ojos y la curva de su sonrisa, Alyss percibió algo que nadie más parecía notar: una tristeza oculta, un anhelo que resonaba con el suyo propio.
Era como si Kael también fuera un prisionero, atrapado no por cadenas visibles, sino por las expectativas y los sueños de otros.
Y en ese instante, algo en el corazón de Alyss despertó. No era amor, no todavía, pero era algo igualmente poderoso: una necesidad, un deseo ardiente de tenerlo, de romper su propia soledad con la presencia de alguien que, tal vez, entendiera su dolor.
Esa noche, Alyss no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Kael, su sonrisa que no alcanzaba a sus ojos, su postura erguida que ocultaba un peso invisible.
La idea de estar cerca de él, de escucharlo, de compartir el silencio que tanto la atormentaba, se convirtió en una obsesión. Pero sabía que alguien como Kael jamás se fijaría en alguien como ella. No mientras el mundo entero lo venerara como un héroe y la temiera a ella como un monstruo.
Así que hizo lo único que podía hacer. Usó su magia.
Bajo la luz de una luna que parecía un espejo roto en el cielo, Alyss trazó círculos y runas en el suelo de su habitación, susurrando palabras que resonaban como un canto fúnebre.
En sus manos sostenía un cinturón, tejido con magia antigua y destellos de luz que parecían respirar. Era un objeto de inmenso poder, capaz de doblegar incluso la voluntad más fuerte.
Alyss sabía que estaba cruzando un límite del que no habría retorno, pero no le importaba. La soledad había sido su única compañera durante tanto tiempo que estaba dispuesta a pagar cualquier precio por un momento de compañía.
Cuando el hechizo estuvo completo, el cinturón brilló con una luz que parecía desafiar la oscuridad de la noche. Alyss tomó una última respiración y desapareció en un destello de sombras, apareciendo en la habitación de Kael.
Él dormía en su cama, su rostro relajado en un sueño que no conocía el tormento que estaba por venir. Con manos temblorosas, Alyss colocó el cinturón alrededor de su torso. La magia lo envolvió como una segunda piel, ajustándose con un brillo celeste que iluminó la habitación.
Kael despertó de inmediato, sus ojos azules abriéndose como un cielo desgarrado por la tormenta. Intentó moverse, pero su cuerpo no respondía.
—¿Qué... quién eres? —gruñó, su voz grave y cargada de furia.
Alyss dio un paso hacia atrás, su capa negra ondeando como alas de cuervo.
—Alguien que ya no quiere estar sola —susurró, su voz temblando entre la determinación y la culpa.
Kael luchó contra las fuerzas invisibles que lo mantenían inmóvil, pero era inútil. El cinturón no solo ataba su cuerpo, sino también su voluntad.
Cada músculo de su ser temblaba con el esfuerzo, pero su espíritu seguía ardiendo con una furia indomable.
—¡Libérame! —exigió, sus ojos clavándose en los de Alyss con una intensidad que la hizo retroceder.
—No puedo —respondió ella, su voz apenas audible— No quiero.
Con un gesto, Alyss lo transportó a su castillo en el bosque, lejos del reino que lo había adorado, lejos de cualquier esperanza de rescate.
Allí, en la penumbra de su hogar, lo miró con una mezcla de anhelo y miedo. Quería creer que, con el tiempo, Kael entendería su corazón, que vería más allá de su magia, sus actos y encontraría algo que valiera la pena amar.
Pero cada mirada de odio que él le dirigía era un recordatorio de que ese sueño era tan frágil como el cristal.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Kael una noche, su voz baja pero cargada de veneno.
Alyss lo miró, sus ojos negros brillando con una tristeza que parecía tragarse toda la luz de la habitación.
Editado: 10.01.2025