La Luz y la Sombra
Kael avanzó lentamente por el bosque, llevando a Alyss en sus brazos como si fuera el tesoro más preciado que había cargado jamás.
Su luz interior, esa fuerza que había brotado en el momento más crítico, comenzaba a menguar, regresando a lo profundo de su ser, pero aún brillaba débilmente, lo suficiente para guiarlo hacia un rincón del bosque que permanecía intacto.
Era un lugar de magia antigua, un santuario de sanación protegido de la oscuridad de Sylara. Aquí, el aire era más puro, y las hojas de los árboles brillaban con un suave resplandor esmeralda bajo la luz del amanecer.
El claro al que llegó estaba cubierto de hierbas que parecían respirar con vida propia. Pequeñas flores de colores vibrantes crecían entre las piedras, y un arroyo cristalino serpenteaba a través del espacio, su murmullo suave era un bálsamo para los oídos cansados.
Era un lugar que parecía haber sido esculpido por la misma naturaleza como refugio para los corazones rotos.
Kael colocó a Alyss con cuidado sobre las hierbas curativas, sus manos fuertes y firmes pero llenas de ternura. Observó cómo las plantas reaccionaban al contacto con su piel, envolviéndola con un resplandor cálido mientras sus heridas comenzaban a sanar lentamente.
Su respiración, antes irregular y pesada, se estabilizó poco a poco, aunque seguía siendo débil.
Kael suspiró, dejándose caer de rodillas junto a ella. Sus propios músculos temblaban por el esfuerzo, y las heridas que había ignorado hasta entonces comenzaban a pasarle factura. Pero no le importaba. Todo lo que le importaba era que Alyss estuviera a salvo.
Mientras se sentaba junto a ella, permitió que la luz en su interior se apagara completamente, devolviéndolo a su estado natural.
Sentía el peso del cansancio caer sobre él, pero también el de sus pensamientos, una tormenta de emociones que no podía ignorar. Miró a Alyss, su rostro pálido pero tranquilo, y sintió una mezcla de sentimientos que lo desconcertó.
Temor y fascinación. Rabia y ternura. Rechazo y algo que comenzaba a parecerse al amor.
Había algo en ella, en su vulnerabilidad, que lo conmovía profundamente. Alyss no era como Sylara. No buscaba destruir por placer, pero su temor, su desesperación por no estar sola, la había llevado a encadenarlo de una manera que lo enfurecía.
Aun así, no podía ignorar que, en el momento de mayor peligro, ella había renunciado a él, lo había liberado para salvarlo, aun sabiendo que eso significaba perderlo para siempre.
Kael cerró los ojos, dejando escapar un largo suspiro. ¿Podría confiar en ella nuevamente? ¿Podría confiar en alguien que lo había esclavizado por miedo, pero que también había sacrificado todo para protegerlo?
Mientras tanto, en un rincón oscuro y remoto del reino, Sylara descansaba en su cueva, un lugar que parecía una extensión de su misma oscuridad.
Las paredes eran de piedra negra y reluciente, como si estuvieran cubiertas por un vidrio oscuro que absorbía la luz. Desde el techo colgaban estalactitas afiladas como dientes, y el aire estaba impregnado de un olor metálico, el aroma de una magia corrupta.
En el centro de la cueva, un gigantesco espejo mágico se alzaba sobre un pedestal de obsidiana. El marco del espejo estaba adornado con runas antiguas y retorcidas que emitían un brillo rojo débil.
La superficie del espejo era como un lago inmóvil, reflejando no el exterior de la cueva, sino el interior de Sylara.
Dentro del espejo, atrapada como un pájaro en una jaula, estaba la verdadera Sylara.
Sus cabellos dorados caían en cascadas sobre sus hombros, y sus ojos verdes brillaban con una intensidad que recordaba al bosque mágico que una vez había cuidado.
Vestía un vestido blanco que resplandecía con una luz pura, pero sus movimientos eran lentos y agotados. Sus manos golpeaban inútilmente la superficie del espejo, intentando salir, intentando alcanzar la libertad que la oscuridad le había arrebatado.
—Por favor… —murmuraba, su voz temblorosa y quebrada— Déjame salir. Déjame recuperar lo que soy.
La Sylara de la oscuridad, que descansaba en un trono de sombras frente al espejo, la observaba con una sonrisa burlona.
Sus ojos rojos eran pozos de crueldad, y su cabello negro se agitaba como un manto vivo. Se levantó lentamente, acercándose al espejo con pasos elegantes pero cargados de malicia.
—¿Dejarte salir? —susurró, su voz goteando veneno— ¿Para qué? ¿Para que vuelvas a ser la patética protectora del bosque que eras antes? El poder no pertenece a los débiles, Sylara. Y tú, querida, eres débil.
La Sylara de la luz la miró con ojos llenos de lágrimas, pero no dejó de golpear el espejo.
—¡Tú me robaste! ¡Tomaste todo lo que soy! ¡No eres más que una sombra, un parásito!
La Sylara oscura rió, un sonido que resonó como un trueno en la cueva.
—Y, sin embargo, soy la que gobierna ahora. El bosque es mío, el reino será mío, y tú… tú permanecerás aquí, atrapada, como el recuerdo inútil de lo que nunca fuiste capaz de lograr.
Con un gesto de su mano, la Sylara oscura silenció la voz de su contraparte en el espejo, dejando la cueva sumida en un silencio opresivo. Luego, se giró y salió de la cueva, su manto de sombras envolviéndola mientras se dirigía al reino vecino.
El reino al que Sylara se dirigía era el hogar de Kael, un lugar que todavía conservaba vestigios de la paz que una vez había reinado en todo el mundo.
Las calles estaban llenas de aldeanos que trabajaban, niños que jugaban y mercados que bulliciaban con actividad. Era un lugar vibrante, lleno de vida, pero Sylara lo veía como un lienzo vacío que esperaba ser pintado con la oscuridad.
Cambiando su apariencia con un simple hechizo, Sylara adoptó la apariencia de una mujer común, vistiendo ropas sencillas y ocultando su aura de poder.
Caminó entre los aldeanos con una sonrisa discreta, sus ojos rojos ahora disfrazados como un tono marrón cálido. Nadie sospechaba nada mientras pasaba entre ellos, su mirada fija en el castillo que se alzaba en el horizonte.
Editado: 10.01.2025