El Hechizo Del Corazón Cautivo

La Luz Renaciente

En el corazón de la oscuridad, donde las sombras respiraban como un ser vivo, una chispa de luz luchaba por existir. Sylara, la verdadera Sylara, permanecía atrapada en su prisión de cristal mágico, su cuerpo delgado y pálido temblando de agotamiento.

Sus manos, finas y delicadas, estaban apoyadas contra el vidrio frío del espejo, dejando rastros de un resplandor dorado que parpadeaba con cada latido de su alma.

Dentro de su prisión, el tiempo no tenía sentido. El espacio era un abismo, y la soledad era un grito constante que se enroscaba en su mente. La Sylara de la luz no podía recordar cuánto tiempo había estado allí, pero lo sentía como siglos.

El vidrio del espejo no era solo una barrera física; era un símbolo de las cadenas invisibles que la otra Sylara, su reflejo oscuro, había tejido con magia corrupta y astucia.

Sin embargo, algo estaba cambiando. Desde lo profundo de su ser, Sylara comenzó a sentir un calor débil pero constante, una llama que se había encendido en algún rincón olvidado de su alma.

Cerró los ojos y respiró profundamente, como si estuviera inhalando las cenizas de su antigua vida y transformándolas en aire fresco.

La luz no estaba muerta. Solo estaba dormida.

La prisión que la retenía estaba viva, como una criatura hambrienta que se alimentaba de su debilidad. El cristal reaccionaba a cada intento de Sylara por liberarse, convirtiendo sus golpes en eco y devolviéndole la oscuridad de la que buscaba escapar.

Pero esta vez, no sería suficiente para detenerla. Esta vez, la luz en su interior comenzaba a arder con más intensidad, como un amanecer que se negaba a ser ocultado por las nubes.

Sus manos se iluminaron con un resplandor dorado, y donde tocaban el espejo, el vidrio crujía, como si la prisión misma comenzara a temer su fuerza.

—No más… —murmuró Sylara, su voz temblorosa pero firme— No más oscuridad. No más cadenas.

La luz se extendió desde sus manos, un torrente cálido que atravesó el cristal como raíces buscando tierra fértil. El espejo tembló, y las runas oscuras que lo rodeaban comenzaron a desvanecerse, consumidas por la pureza de su poder.

El sonido era ensordecedor, como el rugido de una cascada, pero Sylara no se detuvo. La prisión estaba cediendo, y con cada grieta que aparecía, sentía su fuerza regresar, un río de energía que fluía por sus venas como si nunca hubiera estado ausente.

Cuando el cristal finalmente se rompió, lo hizo con un destello cegador que iluminó toda la cueva. La Sylara oscura, que estaba en otro rincón del castillo, sintió el cambio de inmediato.

Era como si un pedazo de su alma hubiera sido arrancado. Se detuvo en seco, sus ojos rojos brillando con furia y sorpresa.

—Imposible… —murmuró entre dientes— No puede ser.

Sylara cayó al suelo, su cuerpo cubierto por un vestido blanco que parecía tejido con luz líquida.

Su cabello dorado caía en cascadas sobre sus hombros, y sus ojos verdes, brillantes como un bosque después de la lluvia, miraron el mundo exterior con una mezcla de asombro y determinación.

Había pasado tanto tiempo atrapada que la simple sensación del suelo bajo sus pies era un regalo.

Pero no había tiempo para deleitarse con la libertad. La Sylara de la oscuridad seguía ahí fuera, y su poder no se había debilitado. La verdadera batalla apenas comenzaba.

—Debo moverme rápido —susurró, y su voz resonó con una serenidad que no había sentido en siglos.

Los aldeanos del reino, que estaban envueltos en caos y desorden, sintieron algo cambiar en el aire. Fue sutil al principio, como un murmullo entre los árboles o el primer rayo de sol atravesando la niebla.

Aquellos que levantaron la mirada vieron una figura envuelta en un manto blanco avanzando entre las sombras. Su presencia era etérea, casi irreal, pero donde caminaba, la niebla retrocedía ligeramente, como si temiera su proximidad.

Nadie se atrevió a hablarle ni a acercarse. Su andar era firme pero tranquilo, y aunque su rostro estaba parcialmente cubierto, los pocos que lograron vislumbrar sus ojos quedaron paralizados por la intensidad de su luz.

Era como mirar directamente a la esperanza, un sentimiento que habían olvidado en los días oscuros que Sylara había traído.

Cuando llegó al castillo del rey, no entró. No era el momento. La Sylara de la luz sabía que aún no tenía la fuerza suficiente para enfrentar a su contraparte directamente.

Pero desde las sombras, observó el caos que la oscuridad había creado y sintió cómo su corazón se rompía en mil pedazos.

—Esto no puede continuar —dijo en voz baja, y su tono era una promesa más que una declaración.

En el bosque, Kael y Alyss estaban sentados frente a una fogata improvisada. El fuego iluminaba sus rostros, pero el silencio entre ellos era denso, cargado de palabras no dichas.

Kael afilaba su espada, su mirada fija en la hoja mientras su mente volvía al reino que había dejado atrás.

—No podemos quedarnos aquí para siempre —dijo finalmente, rompiendo el silencio.

Alyss lo miró, sus ojos oscuros brillando con un destello de determinación.

—Lo sé. Pero no podemos enfrentarnos a Sylara así. Ni tú ni yo estamos listos.

Kael asintió lentamente, aunque sus puños se cerraron alrededor de la empuñadura de su espada.

La frustración en su interior era palpable, pero también sabía que Alyss tenía razón.

De repente, un resplandor apareció entre los árboles, tan brillante y puro que ambos se levantaron de inmediato, alertas.

La luz avanzaba lentamente, envolviendo el bosque con un calor que no era físico, sino emocional, como si llenara el aire con una sensación de calma y esperanza.

Y entonces la vieron.

Sylara de la luz emergió de entre los árboles, su vestido blanco brillando como un faro en la oscuridad.

Su cabello dorado parecía capturar la luz de la fogata y amplificarla, y sus ojos verdes se posaron en Kael y Alyss con una mezcla de tristeza y determinación.




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