La mañana llegó, pero no con el canto de los pájaros ni el calor dorado del sol. Amaneció con un cielo de un gris denso, cubierto por nubes bajas como capas de ceniza suspendidas en el aire. El mundo parecía contener la respiración antes del estallido. El bosque se tornó silencioso, sus hojas inmóviles, como si la naturaleza misma supiera que algo crucial estaba a punto de suceder.
Kael y Alyss permanecían de pie frente al portal que Sylara había abierto la noche anterior. No necesitaban palabras. Cada uno sentía, como un murmullo en los huesos, que el momento había llegado. La batalla final los aguardaba al otro lado, y con ella, la posibilidad de perderlo todo… o de recuperarlo.
Alyss cerró los ojos por un instante. Su corazón latía fuerte, no por miedo, sino por la intensidad de lo que sentía por Kael. A su lado, él se mantenía sereno, pero su respiración delataba una tormenta contenida. Ambos sabían que lo que los unía no era una historia acabada, sino una promesa apenas nacida, una semilla que florecía entre ruinas.
—Kael… —susurró Alyss, su voz acariciando el aire como el roce de un pétalo.
Él se giró hacia ella y, por primera vez, no llevaba la armadura de guerrero en su mirada. La dureza, la vigilancia, todo eso se había fundido en otra cosa: entrega. Sus ojos azules, tan agudos como el filo de su espada, ahora eran agua profunda, vulnerable, hermosa.
—Si no salimos de esto —dijo ella, su voz temblando por el peso de su propia sinceridad—, quiero que sepas que lo que siento por ti… es real.
Kael no respondió de inmediato. En cambio, dio un paso hacia ella, con la calma de alguien que se aproxima a un altar. Posó su mano sobre la mejilla de Alyss y la acarició con una dulzura que desarmó todas sus defensas.
—No digas si no salimos —dijo él en voz baja, como si sus palabras solo fueran para ella— Porque lo haremos. Porque estoy contigo. Y porque ya no hay marcha atrás para mí.
Y entonces, sin palabras de más, sin la necesidad de un ritual, la besó. Fue un beso que no se consumió en prisa, ni en deseo, sino en revelación. Sus labios se encontraron como dos mitades de un alma antigua que se había dividido al nacer.
El mundo alrededor desapareció: no había niebla, ni guerra, ni oscuridad. Solo ellos, y la energía que brotaba entre sus cuerpos como una aurora que nacía del pecho.vY en ese instante, sin saberlo, algo despertó.
Una luz, blanca y dorada, comenzó a brotar desde los corazones de ambos. Se entrelazó, giró como espirales de magia viva, y ascendió por sus pechos, sus brazos, sus espaldas. Era magia antigua. Magia que nacía no del poder, sino del amor verdadero. Y fue esa luz la que Sylara sintió al otro lado del reino como una puñalada en el centro de su trono.
En la torre más alta del castillo, la Sylara oscura se alzó de su asiento. Las sombras que la rodeaban se agitaron como bestias hambrientas. Sus ojos escarlata se encendieron con furia.
—¡Están unidos! —escupió, sus palabras un trueno de veneno— La hechicera patética y el guerrero… ¡Atrevimiento imperdonable!
Apretó los dientes, y con un gesto de su mano, la niebla que rodeaba el castillo se condensó, tornándose más oscura, más densa, como un pulso de odio expandiéndose. Desde su palma surgieron filamentos de sombra pura, que se entrelazaron con los tejados del castillo, con las raíces del reino, con las paredes de la misma realidad. Estaba sellando su trono. Nadie entraría. Nadie saldría.
—Que vengan —gruñó— Y que mueran juntos.
Kael y Alyss, aún tomados de la mano, cruzaron el umbral del portal. El resplandor los envolvió en una caricia de luz cálida y pura. Y cuando la luz se disipó, se encontraron en la antesala del infierno: las afueras del castillo ennegrecido, coronado por nubes espesas y un cielo desangrado.
La tierra estaba muerta. El césped se había vuelto gris ceniza, y los árboles cercanos estaban retorcidos como si gritaran en silencio. Las murallas del castillo estaban cubiertas por venas negras que pulsaban, vivas, como si fueran parte de un cuerpo colosal. Una gran cúpula de sombras rodeaba la fortaleza, como el corazón palpitante de un monstruo.
—Estamos aquí —dijo Kael, su voz serena, aunque sus dedos no soltaron los de Alyss.
Ella asintió. Su cabello oscuro volaba con el viento, y sus ojos brillaban con una mezcla de determinación y ternura.
—Juntos —dijo ella.
—Siempre —respondió él.
Y entonces, la batalla comenzó.
Desde los portones del castillo, criaturas deformes surgieron de la niebla. No eran soldados ni bestias: eran sombras encarnadas, con cuerpos hechos de humo y dientes de obsidiana. Se movían como víboras, rápidos y letales.
Kael desenvainó su espada, y en el momento en que la hoja tocó el aire, se encendió con la misma luz que había brotado de su beso con Alyss. Cada estocada era un rayo de aurora, cada golpe era una campana de esperanza.
Alyss, por su parte, extendió las manos, y de su pecho brotaron símbolos de luz azul y dorada. Sus hechizos ya no temblaban. Su voz ya no dudaba. Era ella misma al fin, y el bosque, el aire, la magia del reino la reconocían.
Juntos, se movían como uno solo. Sus luces se entrelazaban en espirales que destrozaban la oscuridad, sus cuerpos avanzaban como dos alas del mismo ave. Cada paso los acercaba al castillo. Cada criatura derrotada era un escalón hacia el corazón corrompido de Sylara.
Pero en lo alto de la torre, Sylara los observaba con una mueca en los labios.
—Los haré pedazos —susurró— Pero antes… quiero verlos romperse.
Y bajó del trono, envuelta en una túnica hecha de sombras líquidas, el poder de siglos latiendo en sus venas, los ojos brillando como sangre viva.
La última batalla estaba a punto de comenzar.