El Hechizo Del Corazón Cautivo

La Corona de Ceniza

El castillo oscuro se alzaba como una herida abierta en el corazón del mundo. Sus torres desgarraban el cielo, y su sombra se proyectaba kilómetros más allá de lo visible. Donde antes se encontraba el trono de un rey justo, ahora reinaba una mujer cuyos ojos eran más rojos que el crepúsculo y cuya sonrisa podía congelar la sangre más ardiente.

Sylara, la oscura. Tan hermosa que los mortales no podían sostenerle la mirada sin caer en trance, tan despiadada que incluso las sombras temblaban al pronunciar su nombre. Su poder no residía únicamente en la magia, sino en lo más perverso: el control absoluto de la voluntad humana.

Desde su trono forjado con raíces de sombra y espinas de cristal negro, extendía su poder como una red invisible. La niebla, espesa y densa, continuaba su lento y certero avance hacia el reino vecino. No era simple neblina: era voluntad pura y corrupta, era el aliento de Sylara convertido en maldición. Donde tocaba, borraba el libre albedrío.

Los hechiceros que habían jurado proteger los secretos del mundo comenzaron a olvidarlos, y en su lugar repetían frases vacías con ojos apagados. Los guerreros, que antes luchaban por el honor y la justicia, ahora patrullaban como autómatas, espadas desenvainadas, esperando una orden.

Las madres ya no cantaban a sus hijos. Los niños ya no jugaban. Todos se movían como engranajes de una maquinaria funesta que solo Sylara podía comprender.

En el castillo vecino, el rey del segundo reino un hombre sabio y pacífico intentaba resistir. Pero las sombras habían llegado hasta su corte, hasta sus sueños. Se despertaba cada noche empapado en sudor, escuchando una voz femenina que susurraba en su oído con el tono dulce del veneno:

Él te traicionará... Él quiere tu corona... Él ya ha firmado tu muerte.

Y al otro lado del mundo, el rey esclavizado de Sylara, de ojos escarlatas y alma vacía, recibía la misma orden, vestida con otras palabras:

Tu enemigo aún respira... Solo uno puede reinar. Si no lo matas tú, lo hará él.

Ambos reyes, antes aliados por tratados de paz y mutua admiración, fueron conducidos por las sombras al lugar exacto que Sylara había designado: las ruinas de un antiguo templo entre ambos reinos, un terreno sagrado donde nunca antes se había derramado sangre real.

Allí se encontraron, rodeados por soldados poseídos, criaturas deformadas por la niebla y nobles que ya no eran más que marionetas vacías. Sus ojos se cruzaron, y aunque sus almas gritaban de dolor, sus cuerpos ya no les pertenecían.

Uno desenvainó su espada. El otro alzó su cetro, ahora transformado en arma mortal. No hubo discursos. No hubo súplica. Solo muerte. Dos golpes certeros. Dos cuerpos cayendo al mismo tiempo. Dos almas liberadas de su prisión justo al exhalar su último suspiro.

Desde la torre más alta del castillo, Sylara observó la escena. Su rostro no mostró alegría ni dolor. Solo satisfacción. Una quieta e inquebrantable satisfacción.

Con un movimiento de su mano, las nubes negras sobre el mundo se agitaron como un velo arrancado. Su voz resonó en la mente de todos los seres vivos como un trueno que no necesitó sonido:

Yo soy el principio y el final. Ya no hay reyes. Ya no hay fronteras. Soy emperatriz. Soy dueña de su voluntad. Y quien desee oponerse, que lo intente... si todavía recuerda cómo se piensa.

Los estandartes de ambos reinos fueron quemados. Los emblemas de las antiguas casas se fundieron y se esculpió uno solo: una silueta femenina coronada, con alas de sombra y una espada invertida clavada en un corazón.

Sylara se sentó en su nuevo trono elevado, hecho de almas encerradas en cristal mientras una multitud de soldados, hechiceros, sabios, aldeanos, comerciantes, madres, hijos, todos, marchaban como zombis, como máquinas vivientes, cada uno repitiendo las mismas palabras:

Sylara es ley. Sylara es verdad. Sylara es el único pensamiento.

Muy lejos de allí, en un claro escondido por la magia del bosque antiguo, Alyss se despertó gritando. No por una herida, sino por el estremecimiento que cruzó el mundo. Las lágrimas rodaron por su rostro sin que pudiera controlarlas.

-¡Los reyes...! -jadeó, llevándose las manos al pecho- ¡Ella los mató!

Kael se incorporó de inmediato, tomándola por los hombros.

-¿Qué estás diciendo?

Alyss lo miró, sus ojos más oscuros que nunca, pero no por la sombra sino por la desesperación.

-Todos... todos están perdidos. La niebla ya no solo esclaviza. Ahora....ahora nadie piensa. Nadie siente. Ella es la única mente. Sylara es un imperio. Y lo gobierna desde dentro de cada alma.

Y en otra parte del bosque, en un círculo de piedra donde la magia de la tierra aún era pura, Sylara de la luz se arrodillaba. Con la frente tocando el suelo y las manos crispadas de impotencia, lloraba.

-Perdón... -susurraba entre sollozos- Perdón por lo que hice... por lo que permití.

La tierra misma parecía llorar con ella. Las flores se cerraban. El viento gemía. El cielo no brillaba. El alma del mundo comenzaba a morir lentamente.

Y solo un milagro, solo un amor verdadero podría encender la chispa capaz de desafiar la emperatriz de las sombras.




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