La noche se extendía sobre el mundo como un sudario oscuro. El aire estaba quieto, pesado, impregnado de miedo. Sobre los restos del que alguna vez fue el glorioso reino de Kael, ahora reinaba un silencio tan espeso que parecía contener los suspiros ahogados de miles de almas dormidas.
Alyss caminaba sola. Su silueta se deslizaba entre callejones derruidos, plazas donde el musgo se mezclaba con la ceniza, y templos caídos donde el eco de antiguas plegarias flotaba como un perfume olvidado. Cada paso era una decisión. Cada respiración, un sacrificio.
Sabía que los habitantes no eran culpables. Sabía que, al cruzarse con sus cuerpos dominados por la niebla negra, no debía matarlos. Pero tampoco podía dejar que la detuvieran.
Así, con lágrimas quemándole los ojos, conjuró su primer hechizo: un sello de contención tejido con raíces de luz. Lo lanzó hacia una patrulla de cinco aldeanos que caminaban como títeres. La magia los envolvió con dulzura, como una niebla dorada que los suspendió en el aire sin herirlos.
Pero entonces lo oyó. Los gritos.
-¡Ayúdame! -chilló una voz dentro del hechizo, sin boca, sin garganta- ¡Por favor... haz que despierte!
-¿Dónde están mis hijos? ¿Por qué no puedo moverme?
-¡No soy yo! ¡Esto no soy yo!
Alyss tambaleó, llevándose las manos a la cabeza. Cada persona paralizada quedaba atrapada entre la conciencia y la esclavitud. Y sus almas, prisioneras en la carne, le suplicaban ayuda a gritos.
-Lo siento -susurró, con los dientes apretados y los ojos arrasados- Lo siento tanto...
Siguió avanzando. Cada esquina era un nuevo enfrentamiento. Cada rostro, una historia que no podía rescatar. Y cada hechizo de contención le drenaba el alma como si una parte de su vida se deshiciera con cada gesto. Su cabello comenzó a tornarse más blanco. Sus manos temblaban. Sus pies sangraban. Pero no se detenía.
Porque en medio de ese océano de dolor, una voz la guiaba. Una voz que no era grito. Era un alarido de alma.
Kael.
No lo oía con los oídos. Lo sentía. Como una vibración desgarradora en el pecho, como un latido ajeno dentro de su carne. Lo sentía gritar desde el fondo del abismo. Y sabía que no tenía tiempo.
Finalmente, llegó a los portones del castillo. Ya no quedaban sombras menores. Solo el núcleo de la tormenta. El cielo estaba limpio, pero la luna era una daga suspendida en lo alto, blanca, hiriente. Y allí, en lo alto de la torre, apareció Sylara.
Vestía una túnica de oscuridad líquida que parecía flotar por sí sola. A sus espaldas, relámpagos silenciosos recorrían las nubes como nervios celestiales. Sus ojos rojos centelleaban con una malicia insondable.
-Llegaste, hechicera -murmuró con una sonrisa que no alcanzaba a ser humana- Has atravesado mi mundo... para ver cómo se desmorona el tuyo.
Y entonces lo vio.
Kael.
De pie junto a Sylara, enmarcado por la luna. Su cabello rubio desordenado por el viento, su armadura aún resplandeciente pero sus ojos vacíos. Sin expresión. Sin alma. Como si ya no supiera quién era.
-Kael... -susurró Alyss, cayendo de rodillas.
-Mira lo que he hecho con tu héroe -dijo Sylara, sin dejar de observarla- Míralo bien. Ya no te recuerda. Ya no te desea. Ya no tiene voluntad.
Sylara se acercó a él y rozó su mejilla como quien toca una marioneta.
-Kael... amor... -dijo con voz dulzona- Salta. Lánzate. Suicídate.
Y Kael obedeció. Sin dudar un instante. Dio un paso hacia el borde de la torre. Luego otro. Y cuando ya no quedaban barreras entre él y el vacío, Alyss gritó. Un grito que desgarró la noche, la tierra, el tiempo.
Y en ese instante, el tiempo mismo se detuvo. El mundo se congeló. Las hojas dejaron de moverse. El viento quedó suspendido. Kael quedó flotando en el aire, a punto de lanzarse, suspendido como una estatua de cristal en el borde del abismo. Y Alyss cayó al suelo.
Su cuerpo temblaba, sus venas brillaban con una luz azul antigua. Había conjurado lo prohibido: la magia del tiempo. El hechizo sellado por las leyes sagradas de los dioses. Magia que no podía usarse sin pagar un precio.
-Kael... -susurró-. Te salvé.
Y su corazón, al pronunciarlo, se detuvo. Alyss exhaló por última vez. Sus ojos quedaron abiertos, pero ya no veían.
Y entonces, en el mundo detenido, Kael despertó. El hechizo de Sylara se quebró con la fractura del tiempo. Kael cayó de rodillas sobre la torre, jadeando, sus manos aferrándose a su pecho, su alma regresando a su lugar como una avalancha de fuego.
-¡Alyss! -rugió con desesperación, comprendiendo- ¡No!
La vio, a lo lejos, tendida sobre el suelo. Su cuerpo inmóvil. Su sacrificio eterno. Sylara, por primera vez, dio un paso atrás. Su poder no podía tocar la magia del tiempo. Y no podía revertir un acto hecho por amor verdadero.
-¿Qué has hecho...? -murmuró ella, por primera vez sin certeza.
Kael alzó su rostro, cubierto de lágrimas y furia.
-Voy a buscarla. Donde sea. En el pasado, en los hilos del tiempo, en los susurros de los mundos... te juro que la encontraré.
Y su voz retumbó como un juramento inmortal. La emperatriz de la oscuridad había ganado una batalla. Pero en el corazón de Kael, en su determinación de encontrar a Alyss entre los hilos del tiempo, nació una magia que ni Sylara podía controlar.
Una magia que no pertenece ni a la luz ni a la oscuridad. Sino al amor.