El Hechizo Del Corazón Cautivo

El Encuentro de las Almas Desconocidas

El bosque estaba cubierto por una niebla suave, no hostil, como un susurro olvidado que descendía con delicadeza sobre las copas de los árboles. Los caminos entre raíces y musgo parecían más antiguos que el tiempo mismo, y había un aroma en el aire a tierra húmeda y a magia dormida.

Kael había llegado allí guiado por el presentimiento. No un pensamiento lógico, sino una urgencia sagrada que le quemaba el pecho. Su madre, aquejada por un mal repentino e inexplicable, no mejoraba con remedios comunes. Y alguien le había hablado de una hechicera solitaria que vivía en el bosque de los robles susurrantes, una mujer capaz de arrancar el veneno del alma con una palabra o un gesto.

No sabía por qué, pero el nombre le sonaba familiar.

—Alyss…

Lo había dicho en sueños. Y se había despertado con el nombre en los labios, como si lo hubiera traído de otro mundo.

Ella lo sintió antes de verlo. Una vibración en la tierra. Una grieta en su corazón. Alyss llevaba días intranquila. Desde hacía semanas, su magia crecía de forma errática, como si una antigua semilla dentro de ella empezara a germinar con fuerza. Pero no sabía su origen. Solo sabía que había empezado a soñar con un rostro.

Unos ojos azules. Un relámpago de dolor. Una torre oscura que se derrumbaba. Cada vez que despertaba, no podía recordar más que un latido ahogado, como si algo, alguien, estuviera por alcanzarla. Y fue entonces que lo vio. A través del velo pálido de la niebla, Kael emergió como una estatua caminante. Alto, firme, con ese fuego escondido en los ojos que parecía contener siglos de batallas y silencios. Sus cabellos dorados brillaban como trigo bajo la luna, y su voz, cuando la llamó, fue como un trueno disfrazado de súplica.

—¿Eres Alyss? —preguntó, deteniéndose a unos pasos de ella.

Ella asintió, incapaz de hablar al instante. Su garganta estaba cerrada por la impresión.

—Mi madre… está muriendo. Necesito tu ayuda.

La hechicera lo miró largo rato. No porque desconfiara de él… sino porque todo su cuerpo se estremecía con una sensación que no podía explicar. Como si cada fibra de su ser gritara ya lo conoces, aunque su mente no supiera cómo ni cuándo.

—Te ayudaré —dijo por fin, con una voz más temblorosa de lo que quiso— Sígueme.

En su cabaña, rodeada de runas antiguas, pergaminos y calderos apagados, Alyss preparó una infusión. Sus manos temblaban ligeramente mientras aplastaba las hierbas. Kael la observaba desde la entrada, sin atreverse a cruzar más allá del umbral.

Había algo sagrado en ella. Algo que no quería profanar. Y sin embargo, no podía apartar la vista. Había una curva en su cuello, una forma de parpadear, un modo de sostener la copa entre los dedos que le resultaba tan dolorosamente familiar. Pero cuando intentaba aferrarse a la imagen, se le deshacía en la mente como humo.

—Gracias —dijo finalmente, al recibir el frasco.

—Haz que beba esto en tres partes —explicó Alyss, sin mirarlo— Al amanecer. Al mediodía. Al anochecer. Durante tres días. Después debería mejorar.

Kael se acercó para tomarlo. Y sus dedos se rozaron. Un relámpago. Una sacudida. Ambos se miraron, inmóviles. No era atracción. Era reconocimiento sin nombre. Algo dentro de Kael se quebró levemente. Y en los ojos de Alyss, por un instante, se encendió un fulgor antiguo. Ambos apartaron la mirada casi al mismo tiempo.

—¿Tú y yo… nos hemos visto antes? —preguntó Kael, sin pensar.

Alyss tragó saliva.

—No lo sé —respondió— Pero siento que sí.

Esa noche, el bosque cantó una canción muda de reencuentros invisibles. Alyss, frente al fuego, pensaba en él. En esa mirada. En ese tono de voz. En lo que había sentido al tocarlo. Se llevó una mano al pecho y sus dedos temblaron. Había un hueco allí. Un vacío que no sabía cómo se había abierto pero ahora dolía.

Kael tampoco durmió. Se quedó junto a su madre, que dormía profundamente, y en medio de la madrugada se encontró susurrando un nombre que no sabía de dónde venía.

—Alyss…

Y lloró. Sin comprender por qué.

En lo alto del mundo, Sylara observaba. Desde su torre de obsidiana, cubierta por nieblas vivas, la emperatriz contemplaba el reencuentro con una expresión serena. En su rostro no había furia. Había gozo.

—Se han encontrado —susurró, acariciando la superficie de un espejo oscuro— Como lo habían hecho antes. Como lo harán siempre.

Su risa fue baja, cruel, musical.

—Pero esta vez será diferente. Esta vez, no habrá salvación. Porque cada recuerdo que regrese será un veneno. Porque cuando se amen de nuevo yo estaré entre ellos.

Extendió una mano, y el espejo mostró imágenes veladas: una Alyss desesperada con los ojos iluminados por la magia, y un Kael herido, encadenado por las palabras de Sylara.

—Amarse será su condena.

Y entonces alzó su copa y brindó al vacío.

—Bienvenidos, mis corderos extraviados. Es tiempo de volver a jugar.




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