El Hechizo Del Corazón Cautivo

El Juramento de Fuego

Kael regresó una vez más al claro donde la cápsula de obsidiana permanecía como un corazón negro latente, enterrado en la tierra. Cada paso hacia ella era un suspiro sostenido, cada mirada a su interior era una herida abierta.

Y sin embargo, él no dejaba de volver. Porque su corazón lo arrastraba, porque su amor crecía con cada instante en que no podía tocarla, con cada respiración que Alyss no compartía. Se arrodilló junto a ella, como un penitente ante el altar de la única verdad que aún lo sostenía.

—¿Cómo es posible que te ame más ahora que cuando me recordabas? —susurró, con los dedos apoyados en el cristal— ¿Cómo puede doler tanto seguir amándote mientras tú duermes convencida de que nadie lo hace?

La tristeza era una ola interminable. Cada recuerdo recuperado era una promesa incumplida, un juramento roto por el tiempo, un beso perdido.

La Alyss que él conocía, la hechicera de mirada altiva y manos firmes, la mujer que se enfrentaba al destino con labios temblorosos pero con el corazón erguido, ya no estaba. Lo que quedaba era un eco, un silencio que susurraba que se había rendido.

—Ella te quebró, Alyss —dijo, y sus palabras eran espadas que se clavaban en su pecho— Sylara te arrebató todo. Tu memoria. Tu poder. Tu deseo de luchar. Pero no te quitó mi amor. No pudo.

Se inclinó, y apoyó la frente contra el cristal.

—Te juro que aún así te amo. Aunque no me reconozcas. Aunque no me esperes. Aunque no recuerdes lo que fuimos. Mi amor por ti no necesita ser devuelto para existir. No nació de tu respuesta. Nació de ti. Y eso nadie puede romperlo.

Sus lágrimas resbalaron por el cristal. Del otro lado, Alyss seguía inmóvil. Pero Kael sabía que ella sentía. En lo más profundo. Porque había visto ese pequeño movimiento, esa lágrima. Porque el alma no puede mentir del todo.

Con el corazón partido, Kael se incorporó. Sus ojos, aún enrojecidos por el llanto, ardían ahora con una luz distinta. Una determinación nacida no de la rabia, sino del amor. Amor que dolía, sí, pero que también lo empujaba hacia adelante.

—He vivido en sombras. He luchado en guerras. Pero nunca por algo tan puro como esto —murmuró, alzando la mirada hacia las nubes oscuras que cubrían el cielo— Esta vez, no lucho por honor. Lucho por ti.

Giró sobre sus talones. Sus pasos eran firmes. La bruma pareció abrirse ante él.

—Voy a destruirla. A Sylara. No importa lo que me cueste. No importa si caigo. Lo haré con cada fibra de mi ser, con cada recuerdo tuyo que arde en mi pecho.

La decisión estaba tomada. No quedaban dudas. No quedaban miedos. Solo quedaba el juramento grabado en su alma: liberar a Alyss. Restaurarla. Y si era necesario, morir amándola.

Mientras tanto, en la torre elevada entre tinieblas eternas, Sylara caminaba descalza sobre suelos de obsidiana. Su capa ondulaba como humo. Sus ojos, teñidos de rojo oscuro, observaban desde lo alto a las calles del reino.

Todo estaba en silencio. No por paz. Sino por obediencia. Un reino entero esclavizado bajo su mirada. Hombres, mujeres y niños vivían sin voluntad, sin deseo, sin alma. Marionetas perfectas que no se rebelaban, que no soñaban.

Sylara giró con elegancia y se detuvo frente a un trono tallado en hueso y cristal oscuro. Con una copa de vino negro entre los dedos, sonrió.

—Qué hermoso es el orden —susurró, saboreando el silencio de su imperio — Qué perfecta es la sumisión. Qué inútil es la esperanza.

Miró hacia su espejo encantado, y en él vio a Kael alejarse de la cápsula.

—Oh, guerrero iluso... —dijo con una voz hecha de seda y veneno— Ven a mí. Rómpete otra vez.

Se echó hacia atrás, regocijándose, sabiendo que cada paso de Kael hacia ella era también un paso hacia su ruina.

Pero en su arrogancia, no vio la chispa. No vio que en Kael crecía algo que ya no podía controlar. Un amor capaz de quemar la noche.




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