El heredero

Capítulo V. Una guerra declarada

Sería cuanto menos osado afirmar que la cena resultó productiva, si se tiene en cuenta que no se tocaron los temas urgentes que mantenían en vilo a toda la clase política y en especial a la familia Real.

Como era de esperarse, en los primeros minutos, hasta que alguien se animó a romper el hielo con una broma casi absurda, no volaba una mosca y el silencio era amo y señor de una velada tan inédita y atípica como sublime.

Todos estaban concentrados en su plato, haciendo malabares para no desviar la mirada y desatar un huracán siempre expectante. Por su parte, el congresista Lezcano, famoso por su verborragia y nulo sentido de la oportunidad, también estaba llamativamente enmudecido, pero lejos de la incomodidad que azotaba al resto, su causa tenía más que ver con el pudor que le significaba que alguien se diera cuenta de la atracción que sentía hacia la duquesa Sofía y la elegancia que la precedía a donde quiera que fuese.

En ese panorama desalentador, frío y para nada amigable, la tía Juliana, cansada del hermetismo sepulcral que nada tenía que ver con su vida atolondrada, dio un paso al frente e hizo un comentario por demás desubicado que devolvió, no obstante, las almas a los cuerpos inertes y arrancó una sonrisa a la mismísima seriedad. De un momento a otro, más no sea por imperiosa necesidad, el clima se tornó distendido y los rostros antes pálidos, cedieron ante las sonrisas tibias que despertaban las conversaciones mundanas que jamás imaginaron tener.

Mariano relató decenas de anécdotas, algunas difíciles de creer, de sus años locos en África, la reina se permitió abrir y leer algunos párrafos del libro de su pasado y la duquesa de Norvedia, amante furiosa de las emociones fuertes, cautivó a propios y extraños alardeando sobre un supuesto admirador secreto que llevaba más de veinte años enviándole poemas, adueñándose insolente de su frágil corazón.

Entre tanto, sintiéndose sapos de otro pozo, Bruno y Érica eran meros espectadores de lujo de carcajadas ajenas y el rey Jorge, apagado y exhausto como nunca, solo se limitaba a esbozar alguna que otra sonrisa tibia mientras, a escondidas, jugando ruleta rusa con su marchita reputación, se dejaba seducir por una mujer temblorosa, dubitativa, más preocupada por su vientre a punto de estallar que por lo que acontecía a su alrededor.

Pasadas dos horas, víctima de un cansancio que había ganado la batalla, Sofía se puso de pie, obligando a los presentes a abandonar la comodidad de sus asientos, y se excusó para luego retirarse a su habitación, acompañada de un séquito bastante numeroso que la seguía a sol y sombra.

Ausente el imán que mantenía a todos aferrados a la mesa, ya no había motivos para prolongar la velada y tras echar, literalmente echar al congresista del palacio, los miembros de la familia Real estaban listos para una conversación desprovista de todo jolgorio que reclamaba una inmediata e ineludible rendición de cuentas:

—¿Acaso tengo algo en la cara? —preguntó Mariano consciente del vendaval que se avecinaba.

—Estamos esperando una explicación jovencito —le recriminó el rey cruzado de brazos.

—No comprendo.

—¿Por qué Sofía se sentó a la mesa con nosotros?

—Lo lamento —sonrió—, pensé que era de la familia.

—¿Qué haces Mariano?

—¿De qué hablas madre? —inquirió frunciendo el ceño.

—Te pedí expresamente que no la molestaras, que la dejases descansar.

—¿Descansar? Lleva más de cuatro meses tirada en una cama; necesita vivir.

—Su hijo está a semanas de nacer —retrucó—; es un riesgo que deambule por el palacio. ¿Qué hubiera sucedido si caía por las escaleras?

—Madre no dramatices; sus damas estuvieron escoltándola todo el tiempo.

—¿Viste los tacones que tenía puestos?

—Es increíble —sonrió con desdén.

—¿Qué significa eso?

—Si hubiera bajado en pantuflas o cualquier otro calzado cómodo o acorde a su situación, la hubiesen criticado por mal gusto, irrespetuosa y por salirse de protocolo —respondió insolente.

—Eres muy sínico cuando te lo propones.

—Ella quería estar aquí y yo solo la animé a cumplir su cometido —se justificó.

—De ahora en más no quiero que vuelvas a verla; ¿fui clara?

—No tengo seis años Majestad.

—¿Desafías a tu reina? —intervino Jorge incrédulo ante la rebeldía manifiesta.

—Quizá se nieguen a aceptarlo, pero el hijo de Sofía será rey el día de mañana.

—¿Y por qué crees que nos esmeramos tanto en protegerla?

—¿Protegerla? —inquirió sumido en impotencia—. Cualquiera diría que la tienen de rehén.

—Cuida tu lengua Mariano.

—Quién sabe todo lo que tuvo que soportar al lado del psicópata de mi hermano y, para colmo de males, como si fuera poco, ahora ni siquiera se le permite salir de su habitación.

—No hables así de un difunto —comentó la reina sin siquiera mirarlo, avergonzada por el cáliz que tomaba la discusión, plagada de golpes bajos y acusaciones cruzadas.




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