El heredero

Capítulo IX. El día D

Por la mañana, desde bien temprano, incluso antes de que el sol monopolizara el horizonte, nadie hablaba de otra cosa que no fuera la portada del Fanley, el diario impreso y digital más importante de todo el reino. Los ojos atónitos, los cuerpos petrificados, la boca enmudecida y el desayuno atragantado, eran los síntomas comunes que supo dejar una bomba atómica que nadie vio venir y nadie, sobre todas las cosas, estaba listo para repeler y salir indemne de la tragedia.

—¡Exijo una explicación! —vociferó la reina en el comedor principal, parada en la cabecera de la mesa, con la mandíbula temblorosa y un gélido escalofríos recorriéndole el cuerpo de pies a cabeza.

—¿Por qué me miran a mí? —preguntó Mariano encogiéndose de hombros, sin dejar de untar su tostada.

—¿Acaso leíste lo que publicaron sobre nosotros? —le recriminó el rey ofuscado.

—Tengo por política de vida mimar al estómago antes de amargarme con los periódicos.

—La viuda nos enterró hasta el cuello —sentenció Érica cruzada de brazos, fulminando a su cuñado con la mirada.

—¿Cómo dices?

—Nos acusan de tenerla secuestrada —replicó—, recluida en su habitación con miles de prohibiciones.

—Entonces no están molestos por la publicación, sino porque los descubrieron —chicaneó Mariano insolente.

—¿Te crees muy listo jovencito? —reviró Jorge—, ¿tienes la más pálida idea de la posición en que tal injuria nos coloca?

—Sigo sin entender por qué sus dedos acusadores continúan apuntándome.

—Quizá porque todo estaba bien en esta casa hasta tu llegada —respondió Érica con sobrada malicia.

—¿Entonces traigo mala suerte? —ironizó.

—Debo preguntar —suspiró Victoria con los ojos cerrados—. ¿Tuviste algo que ver con esto?

—La pregunta correcta sería: ¿quién se beneficia con la noticia? —inquirió Jorge en forma retórica.

—¡La viuda!

—Érica tiene razón —asintió Bruno—, de este modo no solo nos deja en ridículo y queda como una mártir frente al pueblo, sino que nos obliga a desmentirlo y la única forma de hacerlo es permitiéndole salir del palacio.

—¿Y por qué tanto revuelo? —los interpeló Mariano con la boca llena, ajena a toda preocupación—. Déjenla salir, que las personas sepan que está bien, que su hijo crece fuerte y sano y que, pronto, muy pronto, retomará la agenda que suspendió súbita para garantizar su estado de salud.

—Parece que lo planeaste muy bien —lo acusó Érica sin tapujos.

—Me halagan, pero no tuve nada que ver con esa filtración.

—¿Cómo podemos confiar en ti? —cuestionó Bruno—. Desde que llegaste no haces más que pasearte con ella cual fantasmas en el purgatorio.

—Sigo sin ver mi ganancia en hacerlo público.

—De acuerdo —intervino Victoria en pos de detener el revoleo de culpas—, es inútil que nos acusemos entre nosotros sin pruebas, pero tampoco podemos negar la realidad. Hay un traidor en el palacio.

—Para mí está muy claro, ella lo hizo —insistió Érica sin ánimos de retractarse.

—No pudo hacerlo sola —asintió Bruno—, alguien debió ayudarla.

—¿Les molesta si continúo desayunando mientras elucubran?

—Ayer dejaste entrar a su hermano, ¿correcto? —Presionó Bruno.

—Él estaba convencido de que Sofía era prisionera, atacó mi auto.

—¿Entonces?

—Pensé que traerlo y visitarla quitaría de su mente esas ideas arraigadas —se excusó.

—Un periodista me dijo que su madre recorrió todas las redacciones en busca de un espacio donde hacer públicas sus sospechas —recordó Victoria.

—Lo sabía —sonrió Érica en forma socarrona—, esa perra solo trae problemas.

—Su familia está preocupada, es normal.

—¿Crees que el hermano actuó solo? —indagó Bruno volviendo a la carga—. Quizá su belleza obnubiló tu buen juicio.

—Majestades…—interrumpió el mayordomo.

—Habla Horacio.

—Los teléfonos están estallando, quieren saber si la corona desea derecho a réplica.

—Por supuesto que sí —suspiró Jorge impotente—; esos carroñeros están ansiosos por vernos revolcados en el fango.

—Diles que las acusaciones carecen de fundamento y que pronto daremos una respuesta oficial —concluyó Victoria.

—Con su permiso.

—¿Qué haremos? —preguntó el rey aterrado—. Las personas deben estar indignadas.

—Sí, ya éramos inútiles y traidores pero ahora, por lo visto, somos monstruos también.

—Yo tengo una idea —dijo Mariano dibujando una enorme sonrisa en su cara.

—Mejor quédatela para ti.

—Es buena, nos ayudará a reconciliarnos con el pueblo y, de yapa, demostraremos que la duquesa goza de completa libertad.




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