El heredero

Capítulo X. La guerra fría

Hacía mucho tiempo que no se veía un cónclave de tamaña magnitud. Encabezada por el rey Jorge, en compañía de su esposa que no tardó en tomar la voz cantante, todos cuantos tenían responsabilidades dentro del palacio estaban reunidos en el salón de los Olivos, acusados en primer lugar de negligencia y, más importante, advertidos del inicio de una investigación profunda que prometía el peor de los castigos para los involucrados en el infame complot contra Sofía y el heredero.

Todos eran sospechosos, incluso aquellos que portaban con orgullo un desempeño intachable. Sin embargo, como era de esperarse, las miradas se centraban en la cocina y en las manos que manipularon el almuerzo de la duquesa. Por supuesto, había que ser demasiado ingenuo para creer que una cocinera actuó de motu propio, movida por una reyerta personal. No, nadie dudaba acerca de la complicidad de una multiplicidad de actores que había vendido su lealtad por un puñado de monedas tornándose, al amparo de las sombras, en una amenaza que hacía tambalear el futuro y parecía dar un golpe de gracia a una corona debilitada.

Así las cosas, inmersos todavía en un estupor que se negaba a abandonar los cuerpos, pocos eran optimistas respecto a correr el velo de la impunidad y sí estaban bastante seguros de que los responsables hallarían un chivo expiatorio que cargase con la culpa de la atrocidad. No obstante las buenas intenciones y la promesa de no descansar hasta dar con los autores materiales e intelectuales, había una cuestión tan o más urgente que se debía atender para evitar un escándalo de proporciones épicas. Sí, por frívolo que pudiera sonar, detener cualquier filtración era crucial para evitar la temprana presión mediática y popular que solo enturbiarían el escenario y apurarían un veredicto que ameritaba prudencia y espacio de maniobra.

Lamentablemente, aunque se remarcase una y otra vez que nadie estaba exento de ser investigado y todos, sin excepción, estaban bajo la lupa, lo cierto era que varios nombres portaban la pesada carga de los antecedentes o, lo que es igual, la fama necesaria que los ponía a la cabeza de cualquier especulación. No era ningún secreto al interior del palacio que los reyes nunca congeniaron con la menor de sus nueras y aquellos rumores que hablaban de apropiarse del heredero ni bien llegara al mundo, eran ahora prueba irrefutable de culpabilidad. Claro, Érica y Bruno, empujados por una ambición que no ocultaban ni por casualidad, también eran buenos candidatos; pero no eran los únicos. En esos momentos de angustia e incertidumbre desbordados, muchos comenzaban a preguntarse por qué, de la noche a la mañana, el joven príncipe había regresado del exterior y los mal pensados, o simplemente aquellos que buscaban alejar de sus personas cualquier atisbo de sospecha, apuntaban contra Mariano y su nunca esclarecido retorno. Sin embargo, aunque estaba claro que el plan fue urdido por alguien bastante alto en la cadena alimenticia, no podía descartarse a nadie, puesto que para barrer la mugre fuera del palacio, debían investigarse todas las conexiones y los intermediarios que facilitaron que un miembro de la realeza alterase el alimento de manera criminal.

—Sé que no necesitas escucharlo de mi boca, pero somos culpables a los ojos de todos —dijo Jorge resignado, sentándose en su cama sin ánimos de volver a levantarse, como si el peso del mundo cayera al fin sobre sus hombros.

—¿Por qué dañaría a mi nieto?

—Aborreces a Sofía, todo el mundo lo sabe.

—Eso no es cierto.

—Bueno, pero hiciste muy bien tu papel engañando al personal. ¿Ya olvidaste cómo te ufanabas de tu habilidad para confundirnos? —chicaneó.

—¿Cómo sé que no fuiste tú? —retrucó Victoria sin dejar de caminar de un rincón a otro, pensativa.

—¿Con qué propósito? —inquirió el rey desplomándose sobre las sábanas de seda—. Soy un cadáver político, apenas un adorno a merced de los insultos de las masas enardecidas.

—Quizá porque Sofía no es una Lemont.

—Pero mi nieto sí lo es.

—¿Crees que Érica pudo llegar tan lejos? —preguntó la reina frotándose las manos, tratando de hallar las respuestas que se le escapaban.

—Es ambiciosa.

—Intentar asesinar a una mujer y su hijo es más que ambición.

—No sería prudente acusar a nadie sin pruebas —replicó—; solo empeoraría las cosas.

—¿Y qué haremos?

—Confía en la investigación, llegaremos al fondo.

—Me preocupa el mientras tanto.

—No comprendo.

—Sofía no está a salvo —respondió tomándose la cabeza, sintiéndose por primera vez en su vida en desventaja—. Dudo mucho que quien osara atacarla de modo tan vil, desista de sus planes ahora que no obtuvo el resultado esperado.

—O quizá sea lo contrario —reflexionó—; tenía una sola oportunidad y la desperdició. Además, sería suicida continuar con una operación cuando el telón de la sorpresa se corrió para siempre.

—Solo esto nos faltaba.

—Tranquilízate, no ganas nada perdiendo los estribos.

—¿Crees que debamos cancelar la fiesta?

—Ni lo pienses —sentenció—. Eso solo elevaría las sospechas y todo tipo de elucubraciones que no podemos permitirnos en este momento.




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