El heredero

Capítulo XI. La fiesta. Parte I

Bajo un hermetismo sepulcral, escondiendo la basura bajo la alfombra, mordiéndole los talones a las carcajadas de la injusticia, después de mucho tiempo el palacio Delambortg abría sus puertas para recibir una gala fuera de contexto, fuera de todo tipo de lógica y, al mismo tiempo, tan necesaria como el agua. Y si bien en un principio la fiesta fue pensada para burlar los rumores maliciosos y aparentar una armonía ausente hacía siglos, los últimos acontecimientos la volvieron una suerte de tregua, un bálsamo, un consuelo parecido a la bocanada desesperada en medio de una asfixia sofocante.

El clima era irrespirable. Con la investigación siguiendo su curso y todos los empleados vinculados a la cocina suspendidos hasta nuevo aviso, la reina tomó la drástica y sabia decisión de cambiar los disfraces por la etiqueta, un evento formal que buscaba reducir a cero la osadía de un verdugo que bien podía volver a atacar para culminar su obra inconclusa.

Así, desconfiados de la propia sombra, atentos a cualquier movimiento en falso, pendientes hasta de la risa complaciente que regalaba el espejo para halagar un atuendo apenas desempolvado, todos se alistaban para deslumbrar a propios y extraños y, de paso, lucir desfachatados su mejor cara de póquer frente a un temporal que no dejaba de amenazar en el horizonte cercano.

Elegantes, espléndidos, relucientes, eran algunos de los adjetivos que describirían a la perfección a los invitados que de a poco y sin prisa acudían a la cita. Hombres de smoking y mujeres haciendo gala de vestidos largos y sensuales, a veces ajenos a todo recato, confeccionados por los diseñadores más renombrados, daban brillo y glamour a una noche en ciernes que prometía estar plagada de emociones fuertes.

La familia Real completa, nobles, dignatarios, empresarios, miembros del poder judicial, periodistas de distintos ámbitos, fotógrafos acreditados, magnates del mundo de la moda y plebeyos vinculados a la duquesa Sofía, se aglomeraban en el salón Primavera, único espacio con la capacidad de albergar a un número considerable de personas sin ninguna intención de permanecer quietas por más de dos minutos.

A las ocho en punto, haciendo alarde de su sentido de la puntualidad, la reina irrumpió con un vestido que recordaba la costura clásica francesa, en mikado con corte A, escote en pico, sensual abertura en falda larga y un cuerpo de espalda y mangas transparente que incorporaban bordados de efecto tattoo.  Arrancando suspiros como en sus años de juventud, ostentando con altura una belleza atemporal, avanzó obsequiándole una sonrisa a todos y cada uno de los invitados, parándose de tanto en tanto para estrechar la mano de algunos privilegiados que agradecían el honor de compartir tan prestigiosa velada.

Por su parte, quince minutos después del ingreso de Su Majestad, Érica apareció luciendo un sencillo vestido de corte evasé, confeccionado en una tela metálica, con plisado Fortuny y un destacado cuello asimétrico. A diferencia de Victoria, en la búsqueda de su prometido, que se hallaba en compañía del infame Horacio Lezcano, en la otra punta del recinto, atravesó el salón sin mirar a nadie, ni siquiera a los lentes de las cámaras que competían por captar su mejor perfil.

Sin embargo, la mujer más esperada, esa que todos ansiaban ver con desesperación, se hizo presente pasadas las ocho y media, escoltada por sus damas de honor y recibida por un vendaval de aplausos ensordecedores que taparon, incluso, los acordes de la banda que continuaba amenizando la velada, ajena a un momento cumbre de la historia. No obstante su ingreso triunfal, lo que más llamó la atención en la duquesa no fue su maravilloso vestido de tul plumeti, ni su pronunciado escote que resaltaba furioso la feminidad, sino algo que llevaba en la cabeza, algo solo reservado para mujeres casadas, algo que las mujeres de la realeza, y nadie más que ellas, lucían desde tiempos inmemoriales.

El cotilleo no se hizo esperar. El asombro y el desconcierto de los conocedores de los protocolos reales, ameritaba una salida rápida que hiciera olvidar, más no sea de momento, el detalle del que se hablaría largo y tendido. Por eso, ni lerda ni perezosa, Victoria tomó la mano de su esposo, lo arrastró casi contra su voluntad, se apoderó del centro del salón, devenido en pista de baile, e hizo una señal al director de orquesta para dar rienda suelta a una melodía que rompiera el hielo y desabrigara, de modo sutil, la solemnidad reinante. En redondel, observando a los reyes mecerse al compás del Vals de la Bella Durmiente, todos aguardaban su turno para sumarse a la diversión pero nadie, ni siquiera lo más intrépidos, hubieran imaginado el movimiento osado que Mariano estaba por hacer. Sigiloso, decidido, audaz, en lugar de interrumpir el baile de sus padres y aferrarse a la cintura de la reina, el joven príncipe extendió su mano a la duquesa Sofía y la invitó a zarpar en un viaje tan turbulento como placentero. Unos reían y se sonrojaban, algunos se pellizcaban para cerciorarse de que no estaban soñando y otros, los más reacios a las sorpresas, se espantaban ante lo que consideraban una falta inadmisible. Sea como fuere, al cabo de un par de minutos, mientras los invitados disfrutaban de un evento que guardarían mucho tiempo en sus retinas, la reina se acercó a su hijo menor y no tuvo ningún reparo en hacerle saber su malestar por su jugada inconsciente y fuera de sitio.

—¿Acaso perdiste la cabeza? —le reprochó.

—¿Perdón?

—A mí no me engañas con esa cara de yo no fui.

—No sé de qué hablas madre —sonrió mientras tomaba una copa de champagne de la bandeja de un mozo itinerante.




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