El heredero

Capítulo XIII. La guerra está servida

Cada día era una bomba de tiempo. Al hermetismo, la desconfianza y la estrategia que cada uno de los miembros de la familia Real desplegada con celoso sigilo, se sumaba también la sospecha de un romance que podía cambiarlo todo. No obstante los rumores, no se trataba meramente de una situación que alteraba el statu quo inclinando la balanza para uno de los lados en pugna; era mucho más que eso. De confirmarse la noticia o esparcirse el chisme, lo que estaba en juego era ni más ni menos que la reputación de dos personas y también, de paso, la credibilidad –y estabilidad- de una familia en franca decadencia.

Pretender que no ocurría nada entre el más joven de los Lemont y la duquesa Heredia, era tapar el sol con la mano o esconder un elefante en una habitación diminuta. Por mucho que ellos se esforzaran por negarlo y argumentaran que solo eran buenos amigos, los ojos maliciosos del destino, así como los catadores de relaciones ajenas, se hallaban agazapados, listos para dar el zarpazo en el momento propicio.

¿Pero cuál era el inconveniente?, ¿acaso estaba prohibido el amor en el reino?, ¿era un crimen que dos personas solitarias se enamorasen? Lo que a simple vista amerita una respuesta sencilla, en realidad esconde un sinfín de escenarios, algunos de ellos escandalosos, que deben atenderse antes de bajar el martillo y pronunciar una sentencia. Sin embargo, antes de ahondar en una hipótesis que vagaba impune en el boca a boca de los curiosos, parece más prudente abandonar de momento el mundo de las probabilidades y centrarnos en una realidad palpable que no hacía otra cosa que sumar un nuevo ingrediente a un caldo en ebullición.

—Gracias por aceptar reunirte conmigo —dijo Germán al ver a Agustín acercarse con premura a las postrimerías de una estación de servicio abandonada, a las afueras de la ciudad.

—Tienes solo cinco minutos.

—Es todo lo que necesito.

—Vamos —lo apuró—, habla.

—Sé que me odias, que tienes el peor de los conceptos de mi persona, pero te aseguro que todo se trató de un malentendido —comenzó haciendo todo tipo de ademanes con sus manos, tornando grandilocuentes cada una de las oraciones que pronunciaba.

—¿Para eso me llamaste?

—Quiero regresar con tu hermana —sentenció sin rodeos, sin ponerse colorado.

—¿Disculpa? —inquirió frunciendo el ceño.

—No finjas que te agrada su posición actual.

—Cualquier cosa antes de verla contigo —retrucó.

—Esa familia la destruirá, no tendrán piedad de ella y tú lo sabes.

—La engañaste —le recriminó vehemente—, le clavaste un puñal por la espalda.

—Y no te imaginas lo arrepentido que estoy.

—Hace rato dijiste que fue un malentendido, pero ahora admites que fuiste un completo canalla.

—Se trató de un momento de debilidad.

—¿Estás buscando que te dé una paliza?

—Solo quiero remendar mi error.

—No hace falta —exclamó—; bastará con que te mantengas alejado.

—Solíamos ser buenos amigos —replicó apelando a la nostalgia.

—¿De verdad jugarás esa carta?

—¿Hace cuánto nos conocemos?

—Según parece no lo suficiente —respondió pasando la lengua por sus labios resecos, haciendo malabares para mantener los estribos—. De lo contrario jamás hubiera permitido que te enredaras con Sofía.

—¡De acuerdo, no soy perfecto!

—No te atrevas a justificar una traición victimizándote —lo increpó apretando los puños, dejando que la adrenalina se deslice impune por su cuerpo.

—Perdóname por no resignarme a ser feliz.

—Tienes toda la vida por delante; nada te lo impide.

—Solo hay una mujer para mí.

—Debiste recordarlo mientras estabas a su lado.

—Voy a recuperarla —prometió—; sea con tu ayuda o no.

—¿Por qué te ayudaría? —inquirió—. Te aborrezco tanto como a los Lemont.

—No me compares con esas sanguijuelas.

—Al menos ellos no fingen ser lo que no son.

—Jamás permitirán que se siente en el Trono de Roble.

—Eso no te incumbe.

—¿De verdad quieres verla convertida en una mujer ajada, marchita, deslucida y sin corazón? —cuestionó frunciendo el ceño, tratando de mil maneras torcer el statu quo.

—Sofía ya está fuera de tu alcance —respondió esbozando una sonrisa—. En pocos días nacerá su hijo y su destino estará atado para siempre a la Realeza.

—¿Y eso qué?

—Solo olvídala y sigue adelante.

—Aún podemos rescatarla de un destino funesto —insistió.

—¿Acaso no escuchaste lo que te dije? Su hijo es el heredero al trono.

—Pero ella no tiene porqué quedar presa de una relación terminada —argumentó en pos de su lucha descarnada.

—¿Qué quieres decir?




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