El heredero

Capítulo XV. Infierno en el castillo

No era una tarde cualquiera. El aire espeso que se respiraba, sumado al silencio ensordecedor que reinaba en el castillo, auguraban una tormenta de proporciones épicas imposible de sortear. No era ningún secreto que la llegada inminente de un nuevo Lemont tenía en vilo a la familia Real pero, en tal sentido, no era menos cierto que su arribo precipitaba una serie de estratagemas que no solo amenazaban el statu quo sino, y sobre todo, ponían en jaque la armonía siempre difusa que hacía malabares para mantenerlos a todos unidos. Por eso, conforme pasaban las horas, no era extraño que las piezas del tablero se movieran en pos de una jugada que dejara sin habla –o sin reacción- a los adversarios silenciosos que no dejaban de pulular en las sombras. Y así sucedió. Aquella encuesta realizada por la revista Bella, en apariencia inofensiva o intrascendente, fue el puntapié, lo que motivó una carrera descarnada para ver saciadas las expectativas del público, a la vez que los involucrados buscaban, desesperados, asegurar su lugar en la historia.

—¡Sofía! —vociferó Bruno a la distancia.

—Dios, por favor, dame un respiro —susurró parándose en seco.

—Qué alegría verte —dijo mientras trataba de recuperar al aire tras el trote.

—¿Te sientes bien?

—Mejor que nunca.

—¿Acaso te golpeaste la cabeza?

—Sé que tienes motivos de sobra para estar a la defensiva, pero te aseguro que mis intenciones son buenas.

—¿De qué hablas? —preguntó frunciendo el ceño.

—Tengo una propuesta para hacerte.

—¿Tú a mí? —sonrió.

—Es extraño, lo sé.

—Pues, te ahorraré las molestias, la respuesta es no.

—Eso es ridículo —replicó—, ni siquiera esbocé mis motivos.

—Nada que provenga de ti es bueno para mí —sentenció pretendiendo continuar la marcha.

—Quizá en el pasado, pero ahora todo es diferente.

—¿Se está por terminar el mundo y no me enteré? —ironizó sin detener su rumbo hacia el jardín de invierno.

—Vine a proponerte una tregua, una perpetua.

—¿Disculpa? —inquirió mirándolo con desconfianza, confundida.

—Concédeme cinco minutos y te aseguro que salvaré tu vida y la de tu hijo —prometió.

—Hoy estoy especialmente dolorida; espero que no me hagas perder el tiempo.

Acto seguido, luego de trasladarse a los frondosos jardines de invierno, en busca de un lugar tranquilo, aislado, donde mantener un diálogo que se avizoraba álgido, dos verdaderos polos opuestos, enemigos íntimos y declarados, estaban listos para tener una conversación madura que podía poner fin a un conflicto sin solución a la vista.

—Aquí estamos…

—Cásate conmigo —dijo sin rodeos.

—¿Perdón?

—Cásate conmigo —reiteró tomándola de las manos.

—¿Acaso estuviste bebiendo? —inquirió soltándose de sus garras, retrocediendo por inercia.

—¡Piénsalo por un momento! —exclamó—. No es ningún secreto que nosotros estamos en guerra desde la muerte de Nicanor. Yo quiero ser rey, es un derecho que me corresponde por ser el próximo en la línea sucesoria.

—Mi hijo…

—¡Exacto! —interrumpió—. Tú velas por los intereses de tu primogénito y eso creó una brecha insalvable en la familia Real.

—Sigo sin entender la lógica.

—Es muy sencillo de comprender —sonrió—. Tu hijo, nuestro hijo a partir de nuestra boda, será quien me suceda en el Trono de Roble.

—¿Te golpeaste la cabeza? —preguntó frunciendo el ceño, convencida de que se trataba de una trampa.

—Creí que te alegraría un cese de hostilidades.

—Pero no te amo.

—Esa es la regla en la nobleza.

—Además, no confío en ti.

—El pueblo te ama —dijo volviendo a la carga con el contacto carnal—, cualquier cosa que te suceda será, a los ojos de los plebeyos, mi responsabilidad, mi culpa.

—¿Sabe tu prometida de esta nueva estratagema tuya? —cuestionó incrédula.

—Se lo haré saber en cuanto obtenga una respuesta afirmativa de tus labios.

—¿Y tus padres qué dicen al respecto? —indagó con sincera curiosidad.

—Tampoco se los digo a ellos.

—Pues, la respuesta es no.

—Vamos, no seas tonta.

—Entiendo que mi vida está condenada a esta familia, pero no la haré aún más tormentosa casándome contigo —se excusó tajante.

—Ni siquiera debemos dormir en la misma habitación —alegó—; es una puesta en escena.

—¿Ese es el rey que quieres ser?

—Igual a todos los que me sucedieron.

—Lo lamento, pero prefiero mantener las cosas como están.

—¿Y poner en riesgo el futuro de tu hijo? —presionó con malicia.




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