El heredero

Capítulo XVIII. La antesala

Todo parecía sentenciado. Luego de varios días de tensa calma, la familia Real entera parecía haberse hecho a la idea de que el compromiso tendría lugar, y lo único que restaba por hacer era desempolvar viejas sonrisas de utilería y fingir ante el mundo la felicidad que nadie tenía; o casi nadie…

—Y allí está el hombre más afortunado del planeta —dijo Horacio Lezcano ingresando a la oficina de Bruno, recientemente montada en el primer piso de la torre norte.

—¿Hablas de mí o de ti? —ironizó.

—Bueno, supongo que de ambos.

—Por lo visto el rumor no tardó en esparcirse.

—En realidad —carraspeó—, apenas un susurro muy vago corrió hasta los oídos más entrenados.

—Y ávidos de novedades.

—Desde luego —asintió mientras manoteaba insolente una añeja botella de brandy.

—Pero estuviste reunido con mi hermano —soltó casi como un reproche.

—Nada se le escapa al príncipe.

—Al parecer no eres el único con buenos informantes.

—En mi defensa diré que lo creía comprometido con la señorita Yakone.

—Ese compromiso se hizo añicos —replicó cruzándose de piernas en su silla ejecutiva, meciéndose con suavidad.

—Me extraña que no haya habido repercusiones de tamaño cimbronazo.

—Estaré listo cuando las réplicas toquen a mi puerta.

—No lo dudo.

—Es una partida de ajedrez, amigo.

—¿Y cómo tomó Su Majestad este movimiento suyo? —indagó con sincera curiosidad.

—Infiero que te refieres a la reina.

—Desde luego —asintió con un gesto de su cabeza, mientras agitaba lento su vaso de licor.

—Solo diré que no tuvo más remedio que resignarse.

—Yo no me fiaría —replicó mientras desabotonaba su saco y se desplomaba sobre uno de los sillones italianos que amoblaban con elegancia la oficina semidesierta.

—¿Qué insinúas? —preguntó frunciendo el ceño.

—Su madre no es de las que se dan por vencidas.

—Su reinado está próximo a terminar.

—Y hablando de eso…

—Escuché, casi como un susurro vago que se desliza hasta los oídos más entrenados, que tiene un negocio turbio entre manos —interrumpió poniéndose de pie—; uno que necesita del apoyo impostergable de la corona.

—En realidad…

—¿No es curioso? —inquirió mientras se dirigía sin pausa a la bandeja de los licores.

—¿Qué cosa?

—Hasta ayer querías destruir a mi familia y hoy te arrastras ante mí, jugando a endulzarme los oídos.

—La política es despiadada —se excusó con un nudo en la garganta.

—Y los negocios también.

—Sobre todo los negocios.

—¿Y qué tan redituables son esos negocios que viniste a ofrecerme? —indagó con sincera curiosidad, dándole la espalda, haciéndole saber quién estaba al mando.

—Las ganancias son exorbitantes y los riesgos ínfimos, por no decir nulos —respondió de inmediato.

—No quisiera que las calles de esta nación se atestaran de gente de poca monta, desesperada por despilfarrar sus billetes en tugurios de mala muerte o en esquinas oscuras.

—Tal vez el delito aumente un poco, pero nuestras arcas lo harán mil veces más.

—¿Qué tan buena es la mercadería? —inquirió mientras remojaba sus labios.

—Primerísima calidad —contestó con los ojos encendidos, sintiendo cómo la adrenalina recorría su cuerpo de pies a cabeza.

—¿Qué hay de las instalaciones, la infraestructura, las complicidades?

—Tengo casi todo cubierto.

—Este país estuvo exento del negocio de la prostitución desde el siglo XVI, es casi como un orgullo familiar, un legado.

—Uno muy anticuado.

—En lo que a mí respecta, el tráfico del placer carnal continuará siendo ilegal —sentenció ante la mirada perpleja del congresista.

—Pero príncipe…

—Tranquilo mi impetuoso e insaciable amigo, tranquilo.

—Creí que comenzábamos a entendernos.

—Y lo hicimos.

—¿Entonces tenemos un acuerdo? —preguntó frunciendo el ceño, confundido.

—Cuando me siente en el Trono de Roble, daré vía libre al amor rentado —asintió—, pero deberá ser en los márgenes de la ilegalidad, alejados de los fantasmas resentidos, ocultos a plena vista.

—Me gusta su forma de pensar —sonrió apretando los puños de manera solapada.

—Estos no son los Países Bajos, aquí todavía existe la decencia; o eso nos gusta pensar.

—Daré la orden para que comience a moverse la maquinaria.




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