Habían pasado cinco largos años, y la vida de Sarada había cambiado de manera tranquila, aunque con momentos de altibajos y días de agotamiento. Su mundo giraba en torno a su pequeño hijo, Zamir, y a Gustavo, quien con el tiempo se había convertido en una parte fundamental de sus vidas. Gustavo no solo se había ofrecido a ser el padrino del niño, sino que también mantenía una relación con Sarada. Era un hombre atractivo, siempre bien vestido y con una posición económica acomodada. Sin embargo, había un obstáculo importante en su relación: los padres de Gustavo no aprobaban su unión. Para ellos, Sarada no era más que una mujer de baja posición social y, peor aún, tenía un hijo que no pertenecía a su familia y lo peor sus rasgos no eran como los alemanes parecía persona de otro país.
Sarada se encontraba en su estudio, revisando algunos bocetos que debía presentar en la agencia con la que trabajaba, la empresa de Gustavo. Mientras afinaba los detalles de sus diseños, observó a su hijo, quien estaba sentado en una pequeña mesa, con el ceño fruncido y la mirada fija en su cuaderno de tareas.
—¿Qué haces, pequeño? —preguntó con ternura, acercándose y sentándose a su lado.
Zamir dejó escapar un suspiro y la miró con expresión de frustración.
—Mami, esta tarea es demasiado complicada… Ya no entiendo a la maestra.
—¿Por qué no la entiendes? —inquirió Sarada con suavidad.
—No sé… No entiendo nada del abecedario.
Sarada sonrió y tomó el cuaderno entre sus manos.
—¿Quieres que te ayude?
El niño asintió con entusiasmo, y ella comenzó a explicarle con paciencia, mostrándole algunos pasos básicos para que comprendiera mejor. Zamir tenía apenas cuatro años y era un niño tranquilo, aunque su salud había sido delicada desde su nacimiento prematuro. Últimamente, su hematocrito estaba demasiado bajo, por lo que pronto debía someterse a una serie de exámenes médicos. Sarada hacía todo lo posible por garantizar el bienestar de su hijo, sin importar las dificultades que enfrentaran.
Mientras le enseñaba, su mirada se perdió momentáneamente en el rostro del pequeño. Zamir era la viva imagen de aquel hombre a quien ella había amado con pasión y a quien le entregó todo su corazón. Pero él la había humillado, la había abandonado y solo la había visto como un juego. Sarada sacudió la cabeza, alejando esos recuerdos dolorosos, y centró su atención en su hijo. Sonrió con dulzura y le besó la mejilla antes de continuar con la tarea.
De pronto, Zamir dejó el lápiz sobre la mesa y la miró con curiosidad.
—Mami, ¿cuándo vendrá Gustavo a vernos?
Sarada parpadeó, sorprendida por la pregunta.
—Posiblemente esta noche —respondió tras unos segundos—. ¿Quieres verlo?
—Sí, lo extraño. ¿Se va a quedar aquí con nosotros o se irá otra vez a otro país?
Sarada suspiró. Gustavo viajaba constantemente, pues era dueño de una importante empresa de moda y textilería. Se encargaba de diseñar y fabricar ropa, además de gestionar modelos para expandir su marca. Su trabajo lo llevaba a recorrer el mundo, estableciendo conexiones con agencias exclusivas y colaborando con diseñadores de renombre.
—No lo sé, pequeño… Ya veremos —mencionó con una sonrisa.
Zamir pareció pensativo durante unos instantes. Luego, tocó su mejilla con un dedito y sonrió ampliamente.
—Me agrada mucho Gustavo, mami. Es como un papá… Un buen papá.
Sarada lo miró en silencio, sin saber qué responder.
—Él es tu padrino, cariño —murmuró, acariciándole el cabello.
—¿Y algún día te casarás con él?
La pregunta la tomó desprevenida. En los dos años que llevaba de relación con Gustavo, nunca habían hablado seriamente de matrimonio. Él no había hecho ninguna propuesta formal, y de hacerlo, su familia seguramente se opondría con firmeza.
—Bueno… Quién sabe, pequeño. Esas cosas no se preguntan así —dijo con una risita, intentando desviar el tema.
Zamir infló las mejillas y cruzó los brazos.
—Ah… entonces dejaré de ver tantos animes de amor.
Sarada rió suavemente. Su hijo era un niño muy inteligente y curioso. Aunque aún no sabía leer bien, tenía una fascinación por los programas de televisión y los dramas familiares. A veces, ella le prohibía ver ciertas cosas, pues consideraba que no eran apropiadas para su edad. Pero Zamir siempre encontraba la manera de enterarse de todo.
Sarada lo abrazó con ternura, consciente de que, aunque la vida no había sido fácil para ellos, haría todo lo posible para brindarle a su hijo el mejor futuro posible.
***
Sarada preparaba la cena en su pequeño pero acogedor apartamento cuando el sonido del timbre la sacó de sus pensamientos. Se limpió las manos con un paño y caminó hacia la puerta con curiosidad. Al abrir, se encontró con Gustavo, quien le sonreía ampliamente, irradiando felicidad.
—¡Hola, ya he regresado! —exclamó con evidente entusiasmo.
Antes de que Sarada pudiera responder, el pequeño Zamir, que estaba entretenido viendo televisión, reconoció la voz de su padrino y dejó el control remoto a un lado. Salió disparado hacia la puerta con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Padrino! —gritó emocionado mientras se lanzaba a los brazos de Gustavo.
Gustavo sonrió y, tras darle un beso en los labios a Sarada, levantó a Zamir con facilidad, abrazándolo con cariño.
—¿Cómo estás, pequeño? He regresado y te traje muchos obsequios —le dijo con entusiasmo.
Los ojos de Zamir brillaron con emoción.
—¡Muchas gracias, padrino! ¿Qué me trajiste? ¿Y qué le trajiste a mi mamita?
—Muchas cosas, ya verás —respondió Gustavo, riendo ante la curiosidad del niño.
En ese momento, la puerta se cerró cuando Juan, el chofer de Gustavo, entró con unas pequeñas maletas y un enorme peluche con forma de perrito. Sin esperar más, se lo entregó al pequeño, quien gritó emocionado.
—Gracias padrino.
—No es nada pequeño ¡Muchas gracias, Juan! Puedes esperarme abajo —indicó Gustavo a su chofer.
Editado: 12.05.2025