Khaled, con el rostro tenso y la respiración agitada, empezó a lanzar objetos por su amplia habitación. Jarrones de porcelana impactaron contra las paredes, documentos volaron por los aires y un pesado candelabro cayó al suelo con estrépito. Sentía que su vida no le pertenecía, que era solo un títere de sus padres, siempre cumpliendo sus deseos sin que nadie se detuviera a preguntar qué quería él.
Estaba cansado. Harto. Desde su infancia, había obedecido sin rechistar, cumpliendo cada mandato con la esperanza de que algún día lo dejarían decidir por sí mismo. Pero ese día nunca llegaba. Ahora, con la corona de Jeque sobre su cabeza, estaba atrapado en un destino que nunca quiso. Su única esperanza era ceder el poder a su hermana, pero ni siquiera eso era posible. Había firmado un compromiso con su reino y, al menos por los próximos diez años, estaba obligado a cumplir su deber.
Bufó con frustración cuando la puerta de su habitación se abrió lentamente y Mira, su sirvienta de confianza, entró con paso prudente. Sin decir palabra, comenzó a recoger los objetos esparcidos por el suelo, tal como lo había hecho incontables veces antes.
—Señor, ¿desea que le traiga algo de tomar o de comer ? —preguntó ella en un tono sereno.
Khaled la observó con el ceño fruncido, sintiendo el impulso de desahogar su furia en alguien. Pero Rania no tenía la culpa de su destino. Había sido la única figura materna en su vida desde que era niño, siempre preocupada por su bienestar.
—No te preocupes, Rania. No tengo hambre —murmuró, pasándose una mano por el cabello oscuro y despeinado.
—Está bien, señor. Pero recuerde que tiene una visita con el ministro y su familia.
Khaled soltó un suspiro exasperado.
—Lo sé… —chasqueó la lengua, tomando una pequeña raqueta y golpeando con fuerza una pelota de tenis contra la pared—. Otro compromiso impuesto.
Sabía perfectamente el propósito de esa reunión. Querían asegurar su matrimonio con la hija del ministro, un enlace que beneficiaría a ambas familias. No tenía nada en contra de ella; de hecho, la consideraba una mujer hermosa y refinada, pero no la amaba. Y casarse sin amor le parecía un castigo cruel.
Después de unos minutos golpeando la pelota con furia, se detuvo. Necesitaba despejar su mente, así que se dirigió al baño y dejó que el agua caliente corriera sobre su cuerpo. Cerró los ojos, intentando relajarse, pero su mente lo traicionó.
Apareció ella. La mujer que había amado y perdido. Aquella que lo marcó para siempre.
Maldijo en voz baja, apretando los puños.
—Maldita sea… ¿por qué sigues en mi cabeza?
No tenía respuesta, solo el peso de su pasado oprimiendo su pecho. Terminó la ducha y, tras vestirse con elegancia, salió de su habitación para dirigirse al gran salón donde su familia y los invitados lo esperaban.
El inmenso salón brillaba con luces doradas y candelabros de cristal. Los Asesores y invitados se pusieron de pie al verlo entrar y, como dictaba la tradición, bajaron la cabeza en señal de respeto.
—Bienvenido, Jeque Khaled Al-Sayed. Que la paz sea contigo —murmuraron al unísono.
Uno por uno, los presentes se acercaron a besar su mano en señal de lealtad. Khaled mantuvo la compostura, pero por dentro sentía un profundo hastío. Odiaba esa cultura llena de formalidades que lo encadenaban a una vida que no deseaba.
Su mirada se posó en Amira, la hija del ministro. Era, sin duda, una mujer hermosa, con facciones delicadas y una presencia digna de la realeza. Cualquier hombre honorable la desearía como esposa. Pero él no. Nunca entendió por qué la habían elegido para él. Era atractiva, sí, y en la intimidad era apasionada, pero eso no bastaba para que su corazón le perteneciera.
Sus padres le habían inculcado que, para complacer a los dioses y asegurar su bendición, debía casarse con una mujer de su mismo linaje, digna de su posición, hija de un ministro y, sobre todo, pura. Sin embargo, lo que ellos ignoraban era que aquella mujer ya no poseía la pureza que todos creían. Cuando él estuvo con ella por primera vez, lo supo, pero no le importó. Al contrario, aquello se convirtió en su mayor ventaja: si llegaban a casarse, al menos podrían mantener las apariencias.
Sus padres, siempre complaciéndola, la habían impuesto en su vida. Y ahora, el ministro daba el golpe final.
—Jeque Khaled, ahora está oficialmente comprometido con mi hija, Amira —declaró el ministro con voz solemne—. Han sido amigos desde la infancia y siempre han tenido una excelente relación. Por lo tanto, le entrego a mi hija para que sea su esposa.
Khaled no reaccionó. No dijo nada. Nunca decía nada. Solo dejó que la tradición siguiera su curso.
Los padres de Khaled se acercaron a Amira y, como mandaba la costumbre, besaron su mano antes de colocar una cadena de plata alrededor de ambos, simbolizando su unión. Amira alzó la mano y formó un gesto en cruz, cerrando así el compromiso.
Él permaneció en silencio, sintiendo cómo su libertad se desvanecía un poco más.
Había sido un títere toda su vida. Y lo seguiría siendo, pero no había más opciones, además no creía en el amor por lo que casarse no sería mala idea. Se llevaba bien con su ahora prometida.
Que más daba.
***
La fiesta de compromiso acababa de terminar, y Khaled se encontraba en la tranquilidad de su habitación, el único lugar desde el cual podía observar la ciudad. Desde su balcón, la vista era impresionante. La oscuridad cubría las calles, pero la luna llena reflejaba su luz plateada en los tejados de las casas. La suya, sin embargo, era la más grande de todas, un palacio que destacaba sobre el resto. A pesar de la magnificencia de su hogar, Khaled se sentía atrapado, como aquellos nobles de antaño o las mujeres que, por el simple hecho de ser hijas, no tenían permitido salir. Claro que él hacía lo que quería, pero siempre de manera oculta. Si salía, debía hacerlo de espaldas, manteniendo las apariencias. Usaba lentes de sol o su túnica junto con un jubba para guardar su apariencia de Jeque.
Editado: 12.05.2025