El heredero del Jeque. ¡ Jeque, Zamir Voss es su hijo !

Capitulo 8 ♡

Sarada se encontraba de pie frente a la puerta de la casa donde había pasado su infancia, una casa que solo le traía recuerdos de dolor y carencias. Su corazón latía con fuerza, y sus manos temblaban ligeramente antes de alzarlas para tocar la puerta varias veces. Un suspiro pesado escapó de sus labios mientras su mente repasaba todas las veces que había deseado no volver nunca más a ese lugar.

—¿Quién busca? —resonó una voz pesada, arrastrando las palabras con pereza. Segundos después, la puerta se abrió, liberando un hedor rancio a alcohol y suciedad que la hizo arrugar la nariz con disgusto. Frente a ella apareció su padre, un hombre que ya no se asemejaba en nada al que recordaba de su niñez. Estaba desaliñado, con el cabello y la barba crecidos sin orden alguno, su piel amarillenta por el abuso del alcohol y su delgado cuerpo contrastando con una enorme panza abultada.

—Hola, padre —saludó Sarada con tristeza en sus ojos, sintiendo una punzada de lástima.

—Hola, carajita. Cuánto tiempo —respondió él con una sonrisa burlona, su aliento impregnado de licor barato. Sarada aprovechó que la puerta seguía abierta y echó un vistazo rápido al interior de la casa. El desorden era evidente: botellas vacías esparcidas por el suelo, ropa sucia amontonada en los rincones, y el olor a humedad y cigarro impregnando el aire. Pero lo que más le inquietó fue el silencio. No escuchó la voz de su madre, ni su habitual trajín en la cocina. Su estómago se encogió con un mal presentimiento.

—¿Y mamá? ¿Dónde está? —preguntó con cautela.

Su padre hizo un chasquido con la lengua y resopló con desdén antes de responder:

—Tu madre me dejó hace más de un año. Se largó con un hombre más joven que ella. Dice que no le sirvo —soltó con una amarga carcajada.

Sarada bajó la mirada y negó con la cabeza. Su padre estaba en un estado lamentable. Bebía demasiado, estaba sucio, descuidado. ¿Cómo iba a seguir su madre con él en esas condiciones?

—Bebes demasiado… No te cuidas… —murmuró, sintiendo que cualquier reproche sería inútil.

—¡Tu madre también es una sucia, una arpía! —gruñó él, encarándola con hostilidad—. ¿A qué viniste, ah? ¿A reprocharme lo que soy o a tirarme en cara tu grandiosa vida?.

—Dime, ¿qué tipo de sangre eres? —preguntó ella de pronto, con el ceño fruncido.

El viejo la miró fijamente, sin entender su repentina pregunta, él bufo y sacudió la cabeza.

—Soy O positivo… ¿Para qué necesitas mi sangre? Mi sangre está sucia, llena de alcohol y sustancias. No te serviría para nada —soltó con sorna.

Sarada sintió un nudo en la garganta. Su última esperanza de encontrar un donante para su hijo se desmoronaba. ¿Para qué había venido? Sabía que su padre no sería la respuesta, pero en su desesperación había querido intentarlo todo. Ahora lo veía con claridad: su padre estaba enfermo, no solo de cuerpo, sino de alma. Y lo peor de todo era que tenía razón: su sangre no serviría.

Él la observó con ojos vidriosos y luego extendió una mano temblorosa.

—Dame algo de dinero. Veo que vives bien, te vistes bien. Ayuda a tu viejo.

Sarada cerró los ojos por un instante, conteniendo la rabia y la tristeza. Con un suspiro resignado, sacó algunos billetes de su bolso y se los entregó.

—Toma… Deja de beber, por favor. Te vas a matar.

—¡Ja! Ya estoy enfermo… Cualquier día de estos no habrá nada más en esta casa —se burló él, encogiéndose de hombros.

Sarada lo miró por última vez antes de girarse y salir de la casucha. Sentía un peso en el pecho, una mezcla de impotencia y dolor. Subió a su auto y cerró la puerta con fuerza. Sus manos se aferraron al volante mientras su vista se nublaba con lágrimas.

Sin opciones, buscó en su teléfono el contacto de su madre y llamó una y otra vez. Pero cada intento terminaba en el buzón de voz. Su última esperanza, la única que le quedaba, era Khaled Al-Sayed, el Jeque, ese que nunca quería volver a ver.

Con el corazón destrozado, encendió el motor y se alejó del vecindario. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas mientras la desesperación la envolvía. No sabía qué hacer. Su hijo estaba enfermo y su tiempo se agotaba. Su dinero ahorrado no significaba nada si no encontraba un donante a tiempo. ¿Cómo salvaría a su pequeño? ¿A dónde acudiría ahora?

Mientras conducía, sollozó en silencio, sintiendo cómo la angustia la ahogaba. Su última esperanza estaba en manos del destino… y de ese mal hombre.

***

Cuando Sarada llegó a su apartamento, abrió la puerta y encontró a Gustavo en la cocina. Se veía gracioso con su delantal, moviéndose con soltura mientras preparaba algo caliente. Ella se acercó en silencio y lo abrazó por la espalda, apoyando su rostro en su espalda. Gustavo sonrió al sentir su contacto y giró ligeramente la cabeza.

—¿Dónde está mi hijo? —preguntó ella en un susurro.

—Está en su habitación. Se quedó dormido —respondió Gustavo con suavidad. Luego se giró para mirarla con preocupación—. Sarada, el pequeño volvió a sangrar... ¿Qué vamos a hacer? Dime qué vamos a hacer con todo esto.

Sarada bajó la mirada, sintiendo una opresión en el pecho.

—No lo sé... No sé qué voy a hacer —murmuró con voz temblorosa.

—Tienes que ser fuerte —le dijo Gustavo con ternura, sosteniéndola por los brazos—. Ven, vamos a sentarnos. Te preparé un té.

Ella asintió débilmente y se dejó guiar hasta la mesa. Gustavo le tendió una taza humeante, y ella la tomó entre sus manos frías. Dio un sorbo, pero sintió cómo el líquido ardía al bajar por su garganta, raspándola como si el dolor que llevaba dentro se manifestara también en ese simple acto.

—No puedo creer que mi pequeño esté pasando por esto —susurró con el alma quebrada.

Gustavo la miró con tristeza.

—Ahorita está descansando... Creo que debes ir a buscar a ese hombre. No tienes más opciones.

Sarada apretó los labios y cerró los ojos con fuerza.

—Sí... Es lo que tengo que hacer —afirmó, aunque la idea la desgarraba por dentro.




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