El heredero se rehúsa a casarse

1: MIEDOS

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Existen muchos miedos con los que una persona tiene que lidiar durante diferentes etapas de su existencia.

Si me lo preguntas a mí, lo primero que se me viene a la mente es aquello que solemos experimentar con frecuencia a lo largo de nuestras vidas, el mayor miedo de todo hombre que haya vivido en sociedad: El miedo a no ser aceptado.

También, hay otro miedo que se le asemeja, cuya manifestación se debe a una circunstancia especial en la vida. Y le pertenece a aquel ser que es capaz de dejar de vivir para cobijar un nuevo ser. El miedo de todo padre y madre de que su hijo no sea aceptado.

El mismo miedo que vi en sus ojos cuando me presentó al señor Costa, y que sentí en el temblor de sus manos.

Ella me llevó de la mano, y pasamos por la puerta principal; una hermosa mansión llena de luz y de vida. Arrastré mis zapatos por el suelo que reflejaba el brillo. Todas las personas dentro de la mansión lucían apuradas, nerviosas y de un humor decadente, muy contagioso.

—¿Ya nos vamos? —pregunté, mi voz sonó como un hilo débil. Mamá negó con la cabeza y se esforzó en sonreír. Aquella expresión fue difícil de mantener cuando llegamos a la habitación, un lugar oscuro con un ambiente pesado. Las puertas se cerraron detrás de nosotros, un hombre se paró de la silla en la que estaba sentado y caminó hacia nosotros.

—¿Qué es esto? —preguntó, cruzó los brazos y me observó fijamente.

Otro temblor recorrió su cuerpo, mamá apenas estaba de pie. Opté por esconderme por detrás de su falda, los ojos que me observaban desde arriba me daban miedo.

Era un monstruo con una voz voraz, el que teníamos en frente.

¿Qué otro miedo estaba dispuesto a experimentar?

Mamá se apartó de mí, llevándome al frente.

—Es tu nieto —respondió con valentía.

Hasta ese entonces había escuchado sobre los nietos y los abuelos, y lo dulces que eran aquellos parientes, sin embargo, el que tenía en frente no tenía ni un solo rastro de amabilidad. Era hostil y maligno.

Busqué su calor cuando de repente fue el frío el que tocó mis hombros. Al girar para verle ella ya estaba cruzando la puerta y mi cuerpo no se movía por la presión ejercida por el monstruo. Luché para escapar de sus garras, y comencé a correr, pero mis piernas eran demasiado pequeñas y débiles, además ella comenzó a caminar rápidamente. Caí al suelo tropezándome con mis propios tobillos, y el ruido del golpe logró algo que comenzaba a anhelar: que ella volteara a verme, sin embargo, fue una mirada fugaz, una que duró segundos y desapareció al parpadear. Mis ojos se llenaron de lágrimas, extendí mis brazos esperando sentirla una vez más y alcanzarla.

Agregaría otros dos miedos a esta categoría: El miedo al ser abandonado y el miedo al abandonar a tu propio hijo, el último, no fue algo que sentí, pero sí algo que presencié en ese entonces, cuando giró y observé que dio un paso hacia mí. Ojos llenos de dolor, que luego se transformaron en miedo y arrepentimiento. Y finalmente, el miedo que sentí al ser abandonado fue un peso con el que tuve que lidiar.

No existían noches ni días, en los que no me preguntaba. ¿Qué es lo que había sucedido con ella?

Al comienzo fue tristeza, una frágil debilidad que me hacía colgar de un hilo y causaban cada una de mis lágrimas en la oscuridad. ¿Por qué se había ido? ¿Por qué me había dejado solo? ¿Es qué nunca volveré a verla? Fueron días, semanas y meses en las que crecía esa interrogante, consumiendo cada nube de pensamiento. Fue más triste no hallar una respuesta por ninguna de las personas que convivían conmigo.

La mansión Costa, pese a ser una mansión llena de vida y de luz, no se podía decir lo mismo de la gente que vivía dentro. Personas grises sin expresión. Servidumbre vestida con trapos de ceniza. El señor Costa era similar a ellos, pero con un aura de un tono mucho más oscuro, y un rostro que pocas veces tenía expresión, la mayoría de ellas de ira e irritación.

Luego fue enojo, una rabia interna que llegó a mi vida durante la adolescencia. ¿Por qué mierda lo había hecho? Todos se mantenían en el mismo silencio del comienzo, sin cruzar la maldita línea. No fue una sorpresa sentirme tan desentendido y desear hallar un culpable sacando mis propias conclusiones. Ella se marchó, no hay nada más que hacer. Una pésima mujer. Una pésima madre. ¿Estaba mal de la cabeza? ¿Qué clase de madre abandona a su hijo de esa manera? Pues, más le vale que lo estuviera, de lo contrario no encontraría forma de perdonarla.

Cada emoción fue acompañada por un sentimiento de nostalgia y melancolía, irremplazable.

Cuando cumplí la mayoría de edad, quería un cambio en mi vida. Dejé a un lado el rencor y la tristeza, luego de entender que ella jamás iba a volver, y que era mejor para mí, olvidar que alguna vez tuve unos brazos que podían acurrucarme, una madre.

Y para dar un paso adelante tenía que dar unos cuantos hacia atrás.

—¿Por qué? —fue un tono autoritario, casi imperceptible— ¿Por qué lo harías? —repitió con una mezcla de arrogancia, dejando escapar una risa seca y egoísta.

Intenté explicar de forma apresurada:—Conseguiré un trabajo de medio tiempo, comenzaré a estudiar hasta mediados del próximo año y…

—No. No. Para —ordenó— No me interesa lo que sea, que es lo que planeas o que es lo que harás. Pregunto: ¿Por qué piensas que tienes el derecho de decidir cuando y cómo te irás? —lanzó un misil de palabras crueles que agobiaron mi pecho— Has vivido tanto tiempo en esta mansión, gozando de los privilegios, llevando el mejor uniforme, la mejor educación, regalos, ropa y demás caprichos. ¡¿Y así es como te atreves a pagarnos?!

Fue una sensación arrolladora que venía venir, y a la que me había preparado.

—Tu madre vino hasta aquí dejando a un huérfano en nuestras manos. ¡Nunca pregunté! ¡Nadie nunca preguntó! ¡Pero te teníamos aquí! ¡Cuidamos de ti sin levantar la voz! ¡Y tú te vas en el mínimo atrevimiento!



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En el texto hay: gay, lgbt, matrimonio forzado

Editado: 27.09.2024

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