Seguí con precaución la ubicación que se me había brindado.
La ciudad se lució imponente, con edificios de acero que parecían llegar hasta el paraíso. Envueltos por las nubes opacas del cielo. Las ventanas reflejaban las luminarias brillantes de los múltiples carteles evocativos que abarcaban negocios.
Las avenidas, para mi lamento, con un sin fin de rutas y el tráfico que aumentaba mientras los minutos pasaban. El sonido de las bocinas, voces y murmullos de la gente que cruzaba en las vías peatonales. No pasaron ni cinco minutos seguidos antes de que un tráfico enorme atrapara mi recorrido.
Giré el volante, avanzando en la fila interminable, en mi mano izquierda, observé mi reloj. Había pasado unos treinta minutos desde la hora programada.
No me agradaba en lo absoluto, sin embargo, él había insistido. Según el abogado, como yo había propuesto la fecha y la hora, por cortesía a él le tocaba proponer el lugar.
“Prestige” era el nombre, y no era por menos el mejor restaurante de la ciudad, aquella que quedaba a tres horas de donde residía. Su estructura consistía con al rededor de cinco pisos y un sótano. Me estacioné cerca del establecimiento y caminé sin apuro hasta la entrada. En el sótano estaba él, era de suponer.
—Omar Ortega —pronuncié frente a la recepcionista, quien luego de buscar el nombre en su dispositivo me miró de pies a cabeza.
—Adelante, señor Johan Costa —respondió con un tono exagerado de cortesía. Apartó la mirada por un instante, asegurándose de que el nombre que había pronunciado no se trataba de un error. De pronto el murmullo de la gente se detuvo, un silencio denso y palpable que decidí ignorar, se propagó al dictar mi nombre, intenté no darle mucha importancia, pues, no era solo mi nombre, hasta hace unos meses.
Ajusté el puño de mi chaqueta, un gesto casi involuntario, mientras atravesaba el umbral del restaurante. El brillo de las lámparas de cristal y el murmullo discreto de conversaciones contenidas resulto ser demasiado escandaloso frente a lo que me había propuesto soportar.
Busqué a Omar con la mirada, no hizo falta ser un adivino para encontrar su ubicación exacta. En la mesa tres, la mesa más cercana a un cristal que hacía alusión a una ventana, vivienda de algunos peces exóticos que eran impresionantes a la vista. En medio de todo ese ambiente tropical, se encontraba él. Un traje entallado negro y una cabellera rubia brillante. Una sonrisa maniática me invitó a sentarte, su mano balanceó una copa mientras me observaba con satisfacción.
¿No había forma de que él fuese mi abogado, verdad? Solo era un desquiciado que entró al restaurante por equivocación de la recepcionista.
Al caminar hacia la mesa tres, observé a un hombre de seguridad, me detuve frente a él y estuve a punto de levantar una queja: Creo que hay un bastardo en mi mesa.
Sin embargo, una mano se posó en mis hombros. Era un maniático escurridizo, uno de los peores.
—¡Mi hombre! —exclamó. No me dio el tiempo suficiente para responderle, porque besó ambas de mis mejillas. Me mantuve inmóvil, sus labios eran como dos nubes blandas unidas por el cielo— ¡Siéntate, ven conmigo!
Omar me escoltó hasta la mesa, frotando mi brazo. El comportamiento frenético de ese hombre estaba a punto de disgustarme. Me limité a comprenderlo, el olor a alcohol se dispersó en mis narices cuando estuvo lo suficientemente cerca, aunque a decir verdad, le presté más atención a sus ojos.
Pedí una copa de vino para mí, al mesero. No era justo que el único juicio nublado sea el de él.
—¿Por qué ha bebido tanto? —pregunté.
Omar me lanzó una mirada divertida, como la de un niño luego de hacer una travesura.
—¿Por qué? ¿Te importa? —Y volvió a reírse frenéticamente. El olor siguió entrando.
—No me importaría tanto si cerraras la boca, ¿cuánto has bebido? —indagué confuso. ¿No era esta reunión importante para él? Suspiré.
Solo esperaba beber un buen trago para relajar mi cabeza. Cuando sentí la presencia del mesero solo esperaba beber lo más pronto posible…
—Lo sentimos, hemos cerrado la venta de bebidas… —explicó con sutileza.
—¿Qué? ¿No es muy temprano aún? —Era consciente del límite de consumo de una mesa dentro del restaurante.
—No. La mesa ha bebido suficiente, no permitimos ninguna falta que puedan desprestigiar la imagen del restaurante —continuó.
Solo ahí comprendí. El mesero se marchó por el mismo lugar. Miré a Omar. ¿Quién se creía ese tipo?
No era un hombre que resaltaba por su gran paciencia, lo había dejado muy en claro.
Omar dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el respaldo de la silla, y soltó una risa que se escuchó hasta en las mesas más lejanas del sótano, llamando la atención de algunas personas que giraron su cabeza, aturdidas. Me vi obligado a cubrir mi rostro luego de presenciar el murmullo que se expandió entre la gente.
—¡Qué hombre tan aburrido! —exclamó, entre risas—. ¡Mira cómo te pones por una copa más! —Estuve a punto de responderle, sin embargo, no era a mí a quien se dirigía. Omar se sostuvo del respaldo de la silla y se puso de pie, caminando entre pasos desproporcionados hacia el mesero que hace un instante se había negado a servir una copa.
Lo miré, incrédulo. ¿Cómo habíamos llegado a esto? No, ¿cómo había llegado yo a esto?
—Omar, ¿qué es lo que haces? Debemos hablar, ¿lo recuerdas? —dije en voz baja, tratando de mantener la compostura. Mi paciencia se agotaba rápido.
Él solo me dedicó una sonrisa vaga cuando giró a verme, no había notado sus ojos caídos y su rostro hinchado. No sabía si me frustraba más su comportamiento o el poco sentido que tenía ante la situación. Sin embargo, el problema solo crecía, las personas comenzaban a reconocerme.
Intenté calmarme. El murmullo creciente era la confirmación de que la noche estaba yendo en una dirección peligrosa. El ambiente se sentía tenso, y la risa de Omar no hacía más que acentuar la incomodidad. Tan pronto como percibí la blancura del flash de una cámara mi cuerpo se tensó.