El sol del atardecer iluminaba los hermosos campos del reino de Glories con su calor abrazador. Un niño con ropa desgastada y de tono marrón, se encontraba sentado sobre una piedra, observando cómo su padre araba la tierra para luego sembrar las semillas en los surcos. Los hombres y mujeres realizaban sus tareas diarias. El leñador, con el sonido rítmico del hacha, resonaba con fuerza y determinación, cortaban los árboles viejos para obtener la madera necesaria. Las hilanderas, con sus manos ágiles, trabajaban con destreza los hilos que danzaban entre sus dedos, tejiendo telas suaves como susurros. El telar cantaba, creando obras de arte con cada hebra entrelazada. El carnicero, en su puesto, manejaba el cuchillo con maestría, despiezando la carne con precisión, asegurando que cada corte fuera perfecto. El agricultor, con sus azadas raspaban y hacían los alveolos, para echar las semillas. Algunos de manera manual y otros lo hacían con la ayuda de caballos, toros o asnos, para agilizar el arado. Cuidaba sus siembras de los cuervos, plagas e insectos. Observaban cómo las plantas crecían y se alzaban. Con manos experimentadas y sucias, cosechaban los frutos de su esfuerzo, garantizando el sustento para del pueblo, y, sobre todo, para el monarca, pues todo allí pertenecía al rey de Glories, Magnánimus Grandeur, y debían rendirle tributo al darle el trigo, el arroz, la cebada, centeno, hortalizas, verduras y legumbres y demás producciones para el sustento del reino. La tierra en Glories eran fértiles, ricas y prosperas. En la bulliciosa cocina, las cocineras movían las cucharas con gracia, mezclando ingredientes con pasión. Los aromas embriagadores de las especias llenaban el espacio mientras preparaban delicias que satisfarían los paladares de sus clientes en la fonda. En las granjas el ganadero, con paciencia y cuidado, se dedicaba a sus animales. Con dedos agiles, sentados en bancos, ordeñaban a las vacas y las ovejas, extrayendo la rica esencia que proporcionaría leche fresca para Honor y la que vendían a un buen precio. El murmullo del líquido, cayendo en los cubos, creaban una sinfonía de trabajo armonioso en la apacible escena rural.
Hercus observó como su padre estornudó de forma brusca, colocándose una mano en la boca y con la otra se apoyó sobre la herramienta. Parecía agitado, más de lo que acostumbraba; siempre se mostraba enérgico y rebosante de fuerza.
—Padre, ¿estás bien? —preguntó el pequeño Hercus, levantándose de la roca y acercándose a él.
—Sí, hijo, no te preocupes. Mejor ve a revisar el establo de las ovejas y revisa cómo están —dijo el señor, acariciando la cabeza del chico. El niño notó el exagerado sudor en la frente y el temblor en la mano. Más, decidió hacerle caso—. Estaré bien, descansaré un rato. Vez a hacer lo que te dije.
—Así lo haré, padre —respondió Hercus y salió corriendo, confiando en las palabras su padre.
El señor Herodias siempre había sido un hombre enérgico y saludable. Hercus, algún día quería ser tan fuerte como él. Escuchó el sonido producido por las ovejas cuando llegó al corral.
—¿Cómo amanecieron hoy las lindas señoras ovejas? —preguntó Hercus, como si ellas pudieran entenderlo.
Hercus empezó a reír con pureza y diversión. Aquel gesto, tan genuino, nunca más lo volvió a manifestar desde ese día. Les acariciaba y luego se puso a jugar con ellas. Estando en el corral, notó como todo se hizo más oscuro. Aun cuando el sol estaba en su apogeo. Vio hacia el cielo, como se habían formado nubes grises. Se sorprendió cuando vio caer una extraña bola blanca. Sus ojos azules brillaron ante la novedad. Corrió, para apresurarse a cogerla. Al tocar su palmar sintió una sensación extraña, que nunca antes había experimentado. Era fresco, como una brisa agradable. Suave como algodón y húmeda como el agua. Era ligera y al cerrar su mano, se aplastó. ¿Qué era eso? Su cerúlea mirada se maravilló y su boca se abrió al contemplar las numerosas bolas blancas que caían del cielo. Se puso a jugar a atraparlas y deshacerlas en su puño, hasta que tuvo la grandiosa idea de probar una cantidad considerable que había recolectado. ¿A qué sabría? Fue cuando se percató de que era una mala idea, ya que el frío le incomodó los dientes, le quemó la garganta y le dio un dolor en la cabeza. Soltó gritos de queja, mientras se apretaba el cráneo, para tratar de apaciguar su sufrimiento. Al pasar los minutos se fue tranquilizando, como si fuera algo momentáneo. Pronto notó que su piel se había tornado roja y que al respirar se formaba un aire denso.
—¡Hercus! —gritó una mujer con vestiduras humildes—. ¿Qué haces?
—Ya voy madre. Estaba viendo las bolas de algodón que caen del cielo. Pero no son tan ricas —dijo Hercus con ternura.
—¿Qué? No, no te comas eso —comentó Ligia, la madre de Hercus, preocupada.
—Sí. Lo sé.
—Ven. ¿Quieres ver a una princesa? —preguntó la señora Ligia. Lo llevó a su casa para bañarlo.
—¿Qué es una princesa? —preguntó Hercus. Había escuchado del rey, el señor que le quitaba sus cultivos. La reina, caballeros, guardia, heraldos y algunos otros más. Pero no de princesas.
—La princesa es una hija de soberanos —comentó Ligia, mientras lo limpiaba en la bañera—. Va a casar con el príncipe de este reino y se convertirán en el nuevo rey y reina.
—¿Casarse? —preguntó Hercus.
Ligia suspiró. Su hijo hacía muchas preguntas. Lo secó y lo vistió con sus mejores ropas.
—Es cuando le das una flor a una mujer y le preguntas: ¿quieres casarte conmigo? Y así la harás muy feliz —dijo Ligia, contado su anécdota con Herodias—. Pero lo siento por ella. El príncipe es alguien que no la merece. Quizás la princesa no quiera hacerlo, pero debe hacerlo por obligación. Debe ser triste. —Suspiró con melancolía.
Hercus a su corta edad comprendió las palabras de su madre. Más por la manera en que lo había dicho, ya que le daba un significado de que no era algo bueno. Al salir de la casa, su atención fue captada por la multitud de campesinos que se reunían junto a la cerca del camino.
Editado: 16.07.2024